Corderos de Dios
Hoy,
mientras almorzábamos, vi a mi hijo marcharse con un entusiasmo que contagiaba.
Casi eufórico, más bien diría. Por recoger sus cosas no saludó ni a su madre ni
a mí y salió tan rápido de la casa, que lo último que escuchamos fue un portazo
retumbando en el interior. Había pasado la noche en vela terminando una maqueta
que debía presentar a horario y, al parecer, su exaltación pudo más que su
hambre, pese a ordenarle que, antes de marcharse, terminara de almorzar.
Ama
su carrera, lo sé. Nada se interpone cuando su arquitectura reina. Desde muy
pequeño armaba edificios o casitas improvisadas con los cubiertos, las
servilletas, los vasos, los platos y cada cosa que encontrara en la mesa
mientras esperaba el almuerzo, o la cena. Todavía me parece verlo sumido en ese
mundo. A menudo lo miro con esa nostalgia de padre y me pregunto qué sería hoy
de su vida, si no hubiese tenido la posibilidad de costear sus estudios. Su
carrera universitaria.
Cuando
desolado observo a esos adolescentes limpiando parabrisas de autos detenidos en
algún semáforo de la ciudad, pienso: «Cualquiera de ellos podría haber sido él
si yo no hubiese tenido, también, la única fortuna palpable, el único tesoro
eterno: el privilegio decisivo de una educación. Una enseñanza. Valores que, al
menos, te permitan vencer algunas de las injusticias de esta vida».
Indiscutiblemente
el compromiso más importante que existe dentro de uno es contribuir de manera
responsable para que nuestros hijos terminen su formación. Su felicidad depende
mucho de eso. Al menos, es mi manera de pensar. Un padre debe dejar una
enseñanza real. Una huella verdadera en el tiempo a la cual un hijo pueda
volver como vuelve un pájaro a la fuente cada vez que tiene sed.
«Cuidar
lo que uno tiene es una necesidad elemental para que el mundo no te devore y te
escupa en cualquier esquina dentro de la carestía total.»
Ese
mundo de afuera que uno enfrenta cada mañana al abrir la puerta recluta sin
piedad a millones de jóvenes que no poseen un escudo básico. Lo veo en las
calles de Dios, diariamente, como un infierno hambriento devorando corderos.
«Cuidar
lo que uno tiene…» Sí, señor, eso lo aprendí de mi madre un día de Carnaval. Y
es la huella a la que he vuelto una y otra vez, agradecido como el pájaro que
vuelve a la fuente cada vez que tiene sed.
Respiro
profundo al recordar esos tiempos. Eran momentos mágicos. Tal vez tenía ocho o
nueve años por entonces, dependiendo de la fidelidad de la nostalgia, claro.
Pero no menos.
Vivíamos
en un barrio tradicional de Córdoba, de esos donde uno crece con los amigos de
la esquina. Donde los juegos de la siesta se transformaban con imaginación sana.
Donde la pelota, las escondidas, las figuritas iban de la mano de una amistad
que nada tenía que ver con lo tóxico, lo libertino, o los miedos.
Por
ahí enredaba mi inocencia. Jugueteando entre ese barrio y una hermosa casa que
me vio crecer. Una de las construcciones más grandes y lindas del lugar.
Recuerdo que mis padres al fin pudieron disfrutarla después del sacrificio que
significó construir su primera farmacia.
Aunque
por entonces jamás lo hubiese entendido, mis días llegaban y se iban así,
conservando su forma. Muy dentro de la seguridad que ofrece el dinero. Sabiendo
que siempre tendría en la mesa un plato de comida humeante, un baño caliente,
una campera en los inviernos y una educación que me serviría de escudo ante
cada uno de los infiernos de esta vida.
El
pensamiento que se requiere para usar el dinero como blindaje a ese infierno
que devora corderos no es una virtud de todas las personas. No es común a todas
las mentes. Lo sé. Ahora lo entiendo. Lo aprendí durante una vida. Y continúo
viéndolo aún hoy en innumerables familias que pierden la capacidad imperiosa de
producir sus propios salvavidas.
En
la esquina éramos cinco. Cada uno tenía su bolsa. Cien bombitas multicolores
para inflar con agua, dentro de un pequeño paquete de nylon. Una diversión
multiplicada a gran escala dentro de un Carnaval que nos presentaba la excusa
perfecta para mojarnos sin tregua. Reír y correr. Apagar el mundo. Seguir
siendo niños.
Sólo
yo no tenía un paquete de esas bombitas en la mano. Frente a las primeras que
les pedí a ellos —mis amigos— recuerdo bien que cedieron a mi insistencia con
una cara que poco tenía que ver con la generosidad. El juego seguía sin descanso
derrochando bombuchas y apuntándole a todo lo que se movía, incluso, a lo que
no, como piedras o árboles. Volví a pedirles algunas nuevamente hasta que uno
de ellos dijo, casi gritando: «¡No, no te doy más! ¿Por qué no le decís a tu
mamá que te compre una bolsa? ¡Te pueden comprar diez, si querés! Nosotros ya
tenemos pocas», argumentó.
Era
verdad. Tenían razón. Yo podía decirles a mis padres que me compraran diez
bolsas. Ellos, desgraciadamente, no. Entonces no debía estar pidiéndoselas.
Corrí
hasta mi casa con el entusiasmo renovado sabiendo que mi madre compraría mi
antojo. Entré arrebatado por la alegría de volver lo más rápido posible a la
esquina con mi bolsa de cien bombitas, dejando, a mi paso, todas las puertas
abiertas por donde ingresé. Llamaba con gritos a mi madre desde que abrí la
puerta principal. Cuando por fin estuve frente a ella, acomodaba remeras en mi
cajonera con la paciencia de siempre. Explicando lo necesario, le rogué me
diera dinero para comprar mi bolsa de cien bombitas y así regresar a mis
juegos. Ella continuaba tarareando una canción y acomodando mis remeras
planchadas en la cajonera. Cuando mi arrebato cedió lo suficiente, mi madre
hizo que me sentara en la cama y me dijo con una sabiduría que jamás olvidé:
—¿Cuántas
bombitas me dices que trae esa bolsa?
—¡Cien!
—le respondí renovando todos mis impulsos, y continué—: ¡Vienen de muchos
colores y en el kiosco de la esquina sale diez pesos la bolsa, mamá! —Y me
quedé mirándola con ese ruego de penas que tienen los ojos de niños sabiendo
que, en la niñez, los caprichos son ley. Mucho más, si se le agrega un llanto a
la primera negativa.
Mi
madre me tomó de la mano y me llevó hasta su habitación. Tomó su cartera. De
allí sacó su pequeño monedero. Lo abrió y extrajo un billete de dos pesos. Puso
el billete en mi mano y me dijo con una simpleza que hasta hoy me tiembla:
—Dile
al señor del kiosco que tenga la amabilidad de venderte veinte bombitas.
Cuéntalas, dale los dos pesos, vuelve a jugar con tus amigos en la esquina y no
las malgastes.
Cuando
tuve los dos pesos en mi mano los sopesé sin saber si reír o llorar. Ella me
miró a los ojos, acarició mi rostro y continuó diciendo:
—Hoy
no lo sabrás, eres un niño aún, mi pequeño… Pero un día entenderás que estos
dos pesos de hoy mañana te salvarán de un infierno.
Hoy,
mientras almorzábamos, vi a mi hijo marcharse con un entusiasmo que contagiaba…
Vaya
si tenía razón.
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