Sentencia



La vida, para mí, es el paraíso que otros discuten. O desaprovechan, o no ven. Siempre pensé que las decisiones que uno conquista a medida que el tiempo se va nos acercan o alejan para siempre de ese brillo. Y supongo que por eso afirmo y certifico que mis días y noches avanzan contra lo acostumbrado. Sentarse a esperar que los placeres, las aventuras, las locuras, las cosechas de una existencia simplemente pasen es hasta un acto de cobardía ante el inapreciable encanto de estar vivo. Si deseo conocer el mar, debo abandonar la montaña. Siempre fue y será así. Para abrazar un placer, debemos renunciar a las protecciones, a las seguridades. Es una orden quitavendas de la naturaleza. Y es ahí, cuando enfrentamos ese punto midiendo consecuencias, donde nos convencemos de dar el paso atrás. La duda es el enemigo imposible de vencer y, ahí mismo, nos arrebata el verdadero cielo. Las decisiones correctas del miedo nos encierran en parámetros, costumbres. Todos lo sabemos. Es en la decisión incorrecta del riesgo donde deslumbra la libertad.

«Largar todo y poner un bar en la playa.» ¡Sí, esa! Esa es la decisión incorrecta que nos hace volar. ¿Por qué? Porque la crueldad desmedida de la rutina nos esconde maliciosamente el ruido del mar. Qué envidia. Si tan solo…

—¡Señor! ¡Señor! ¡Señor, por favor! ¿Me da mi vuelto y comprobante de pago? ¡La atención de este banco es pésima! ¡Me voy a quejar con el gerente! —amenazó chillando la neurastenia insoportable de otra clienta para hacerme reaccionar.

«¡Dios mío! ¡Mi cabeza! Y recién son pasadas las 9:45 am. Y lunes.»

—El que sigue, por favor.

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