Fantasmas de San Telmo

Parecía otra mancha más de humedad en ese bar, sus ropajes negros descubrían un pedazo de vida ausente. Su whisky y su cigarro ondulando figuras, era la única compañía en aguadas madrugadas de soledad. Los recuerdos parecían hacerle temblar el alma cada vez que pedía a la mesera otro vaso de whisky y un nuevo cenicero limpio. Dicen que parecía un fantasma caminando por el empedrado cada vez que entraba al bar a recordarla, a sentarla a su lado a llorar su piel. Juran que hasta hubo veces que pedía dos vasos y se quedaba perdiendo la mirada en la silla vacía de siempre.


 
Cuando su mesa de años estaba ocupada por algún comensal pasajero, no entraba, se quedaba fuera del bar hasta que la mesa se desocupaba. Su recuerdo tenía un lugar, un espacio en ese bar de perdedores infelices en domingos rancios, viviendo en el lamento de tangos olvidados y mustios. Ese bar oscuro empobreciendo las noches brumosas de San Telmo, era su sitio, su lugar en el mundo, el lugar donde perdió su última lágrima antes de que ella desapareciera para siempre del cabaret donde añejaba su cuerpo con borrachos conocidos y poetas sin nombres. Entonces ya no pudo, no pudo salir nunca más de ese pasado que era todo lo que quería respirar, revivir.

 
Cuando logró convencer al dueño del bar de que le vendiera la mesa de los dos, nunca más volvieron a verlo por el empedrado húmedo, caminando como dentro de una vieja fotografía ajada, difusa. Como un fantasma arrastrando una vida muerta...

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