El adiós
La brisa agitó
las cortinas. Eran de cristales, cristales pequeños, uno al lado del otro, de
diferentes formas y colores. Ella las había cerrado minutos antes empujando
desde un extremo del bastidor hacia el lado opuesto. Cercando dentro la cama
vestida de blanco. Las gaviotas revoloteaban en bandadas, la espuma del mar
llegaba casi hasta ellos. Con sus pies sobre la arena aún, con la mirada
lastimada ella preguntó: “¿Cuando te vayas, ¿me olvidarás?”. Él no supo
responderle, no tenía la respuesta. Le extendió la mano sin dejar de mirar sus
ojos enormes de cielo. Ella dejó caer su vestido. Se recostó a su lado
sosteniendo la mirada en sus ojos negros. Él le acarició la cara, sus rizos
bermejos; recorrió con su mano la piel salpicada de pecas, sus cejas alargadas,
el contorno de sus ojos, el borde de sus labios. Ella sonrió. “Como la primera
vez”, dijo, sin dejar de mirarlo a los ojos. Él también sonrió con la mitad de
sus labios. La última sonrisa que ella le regaló le volvió a sacudir el alma. “Como
la primera vez; tu sonrisa”, dijo él, antes de besarle los labios.
El sol bajó por el agua. Las gaviotas se habían
marchado. La brisa seguía golpeando apenas los cristales. Las sábanas blancas
absorbían sus lágrimas en lluvia. No lo quería soltar; no quería hacerlo
desafiando el dolor; lo llevaba prendido a su pecho. Lloraba, lloraba
maldiciendo entre sollozos el final irrefrenable del adiós.
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