La despedida

Un departamento vacío, a oscuras. Apenas una heladera descongelándose en un extremo, botellas de agua en su interior, algunos chocolates suizos, un envase sellado de cerveza negra –vaciado–, algunos potes de dulce encarcelados entre los plásticos de la puerta, un sachet de leche vencido y el lagrimeo constante del hielo desplomándose, cayendo en gotas muertas sobre el cajón del descongelador. En el otro extremo, un par de valijas cerradas, embalajes de mudanza, mochilas apretadas, dos televisores inútiles condenados al polvo gris del olvido apoyados sobre el piso, un par de duendes inmóviles observando todo desde una caja de cartón, algunos libros acomodados dentro de una bolsa de papel madera y música suave con verbos encadenados en portugués escapando de una netbook acompañaban la despedida inevitable. Ambos sabían que era la última noche, pero nunca lo plantearon. Ella debía volver a su exilio voluntario, un año más armando pinitos de colores helados para alemanes agrios. Él debía continuar rebuscando sus sueños en el mismo país que ella abandonaba una vez más.

Dos cuerpos desnudos recorrían una y otra vez un colchón inflable arrojado en el piso; demorando el desalojo de las horas con la erosión milenaria de un lenguaje único. Entre velas se despedían sin palabras. Transpiraba su amor mudo. Se buscaban la boca, se apretaban los muslos, se bebían los labios, el agua en el cuerpo; las manos invadían la piel erizada del otro, la recorrían despacio, se enloquecían con placer perdiendo la noción del tiempo como dos adolescentes en fuga. La madrugada llovía suspiros; la música seguía entrelazando vocales sensuales, los duendes continuaban observándolo todo desde su caja de cartón. Sus ojos se enfrentaban en las sombras, sudados se rozaban el rostro con la yema de los dedos. Él acariciaba sus cejas, sus labios, sus rizos leonados, besaba su nariz, lamía su boca. Ella reía. Suspiró apenas devolviendo caricias dentro de la placidez que provoca el cansancio al vaciar por completo el amor. Es lo más parecido a la felicidad, dijeron apretando la respiración.

Una vez desparramados los gemidos, la mirada de los dos acusaba un adiós empaquetado de antemano y volvían a hacer el amor como dos insanos tiernos embargados por la urgencia. No decían nada. Siempre lo hicieron igual, tal vez para no sufrir las despedidas ordinarias del cariño, tal vez porque no existía una despedida en realidad, o tal vez porque la vida misma es una sucesión de oportunidades perdidas y encontradas. Tal vez por eso se entendían como se entendían, se querían como se querían, cuando la oportunidad los tenía otra vez cara a cara. Después, la libertad de los dos impedía invadir el mundo del otro y las ingratitudes de la vida reanudaban la erosión cotidiana de cada uno, como todo lo que se sufre sin remedio.

Se durmieron en el relajo de la miel en los labios, entrelazando los cuerpos como dos pedazos de amor cayendo juntos al abismo del silencio. Se despertaron por el zumbido insoportable en la lapicera de un tatuador que sellaba su oficio en el departamento contiguo. Se rieron por separado. Ninguno dormía en realidad. Se acompañaban en la oscuridad, cada uno necesitaba dejar su lacre en el otro, un perfume que durara un año, hasta el próximo verano para volver a decir adiós.

La madrugada fue acomodándolos otra vez en una sola pieza y las horas fueron pasando, agotando las escalas.

Él debía volver a su pueblo. El reloj así lo dijo. Se levantó pausado. Ella permaneció desnuda sobre el colchón como una Eva aún en el paraíso. Se murieron un instante, se dieron unos besos suaves. “Que tengas buen año”, dijo ella con un tono de voz manso como la llovizna que mojaba la ventana. Él se vistió, le besó la mano, cerró la puerta del departamento todavía en penumbras. “Adiós, Miss Frankfurt”, dijo para sí mismo. Bajó las escaleras, salió del edificio y se perdió entre las calles solitarias y húmedas de una ciudad adormecida; como ella. Como él.

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