Puerto de frutos
–¡Michelle
volvió a la ciudad! ¡Ella… ella volvió a la ciudad! –dijo Saky casi sin
respiración. Entró al atelier dando un portazo todavía conmovido por la
sorpresa.
Sheró quedó
tieso por un instante. De espaldas a Saky, pretendió ignorar sus palabras y
continuó alisando colores en el lienzo como si nada hubiese escuchado.
–¡La vi, la vi
en el puerto de frutos! Está ahí, Sheró… Está más hermosa que nunca! –continuó Saky
entusiasmado, meneando la cabeza y bajando la voz al final con el rostro
resplandeciendo en la ternura.
Sheró abandonó
la voluntad con la que sostenía su pincel entre los dedos intentando resucitar
un retrato que ya había muerto al instante de volver a escuchar su nombre.
–Ve a traerme
esas pinturas de una vez –replicó Sheró en seco, alterado, elevando el tono de
su voz, girando apenas el rostro hacia Saky. Y el niño partió como un rayo del
atelier de su maestro.
Sheró dejó el
pincel en la paleta, la paleta en el piso; quitó de sus manos los restos de
pintura con un pedazo de lienzo; ató su pelo ensortijado con una goma elástica;
limpió sus gafas rectangulares, las volvió a su lugar y caminó despacio hacia
las ventanas del atelier. Desde ahí se divisaba el puerto de frutos en toda su
extensión. Sheró observaba el hacinamiento de gente alrededor del viejo
astillero. Apoyándose, acomodó sus manos en el marco del ventanal y desde
arriba miraba el gentío sin divisar en la exactitud, ningún rostro en
particular entre los cientos que colapsaban el puerto. Sabía que ella estaba ahí,
en algún lugar entre el gentío observándolo como un fantasma de regreso a casa.
Sheró mantuvo la mirada extraviada unos segundos, masticando un suspiro en
secreto, como mezquinándole ese latigazo que fue retroceder en los recuerdos junto
a ella.
Eran los
primeros días de invierno. El día, de a poco se acomodaba en el gris, en el frío;
lloviznaba, como esa mañana en la historia de los dos cuando ella se marchó sin
decir adiós, desapareciendo sin dejar más rastro que la humedad en el cuerpo, como
la neblina sienta su sudor en las maderas del muelle; y después se va; y
después vuelve sobre la misma huella. Ella dejó su marca dos años y cuatro meses
atrás. Ahora volvía a corromper otra vez el aire.
Sheró friccionó
sus brazos como sintiendo la nostalgia en el frío. Volvió a apoyar sus manos en
el marco de la ventana, dejó su mirada naufragando unos segundos más. De sobra
sabía que ella lo estaba observando en algún lugar del puerto mezclada entre la
gente. Creyó ver su rostro una vez, dos veces; tres veces. La sentía, la sentía
en el temblor desvelado de sus manos, podía oler su perfume de hembra extraña;
irrepetible. Los bombazos que expulsaba su corazón le decía que ella estaba de
regreso; ahí, observándolo, que lo vencería una vez más a pesar de la resistencia.
Él lo sabía.
Sheró cerró el
ventanal de su atelier sin dejar de mirar hacía el puerto de frutos, como finalizando
un código entre los dos. Ella sabría descifrarlo.
Él jamás cerraba
su ventanal. Ni en invierno ni en verano. Dejar que no entre el día o la noche
es negar la vida, decía. Ella lo sabía, sabía que le gustaba observar por horas
el cielo, las nubes, las estrellas; mirar el mar a cualquier hora del día o de
la noche, imaginándolo de mil formas diferentes para poder definirlo en sus
obras. El mensaje fue más claro aún cuando Sheró atrancó las cortinas que
cubrían el ventanal. Ella lo entendería. Pensó. Creyó.
Cuando Michelle
lo observó cerrando el cortinaje de su atelier desde el puerto de frutos, supo
que aún sufría por ella a pesar de los años de ausencia. Sonrió con los ojos
primero y un beso después, entendiendo que su regreso no podía tener un mensaje
más claro. “¡Me ama aún!”, dijo, moviendo apenas el erotismo desenvuelto de sus
labios.
Saky llegó
abriéndose paso entre la gente. Casi sin respiración le dijo con el mismo
entusiasmo de antes, sólo que ahora más robustecido por la misión cumplida: “¡Se
lo dije, Michelle… Ya se lo dije! ¡Sheró ya lo sabe!”. Michelle le agradeció el
favor atrapándole la cara con la suavidad extrema de sus manos, dándole un pequeño
beso en la punta de la nariz y el niño salió disparado chocándose con la
multitud, con el rostro rojo y la sonrisa traslúcida de amor, como sólo puede pintarlo
la ternura inocente.
Michelle empezó
a recorrer la feria en busca de las uvas. Los manojos más abundantes, las uvas más
grandes; las más negras. Como en cada ritual de los dos, ella ya tenía
seleccionado los mejores racimos que se conseguían en el puerto.
Todo estaba preparado.
Ella, volvería a su feudo.
La noche caía sobre
la ciudad como encerrándola urgente en una bocanada de oscuridad. Sheró, inquieto,
leía –y no– un libro sobre la ingrata existencia de Vincent Van Gogh. Leía un
renglón y volvía a releerlo dos, y hasta tres veces antes de continuar con el
siguiente. Cada ruido del exterior le paralizaba el cuerpo como a un niño
agarrotado por el miedo.
Sheró se había trepado
a una noche como aquellas noches de hechizo. De sobra sentía su presencia en el
aire y a la perfección entendía que, en cualquier momento, ella atravesaría la
puerta que estaba frente a él, se enfrentaría a su abandono, a su colchón plantado
sobre el piso; y ya nada podría hacer.
Cada ruido, por
minúsculo que fuera, lo sacaba de eje, le sacudía el corazón, le vulnerada los
pensamientos, le hacía temblar las manos teniendo que cerrar con fuerza los
puños para anular el movimiento.
La noche ya
había cubierto de negro lo que debía. El silencio de la madrugada se hacía paz
con el frío plateado del invierno y el corazón de Sheró murió por un instante, cuando
escuchó chillar la puerta de abajo al abrirse y cerrarse muy suave, como si
alguien quisiera evitar la molestia del ruido. Sheró dejó el libro sobre el
suelo y su respiración se encajonó en un fuelle de emociones desbandadas que,
otra vez, no pudo disimular.
Michelle
conservaba su llave. Para ella, la prueba de que él siempre la esperaba era muy
simple: jamás intentó cambiar la cerradura de su puerta. En algún momento lo
dudó. Pero Michelle lo sabía. Saky se había encargado de desenmascarar todos los
inciertos.
El corazón de
Sheró quería huir, traicionarlo en ese mismo instante; sentía que no resistiría
el volver a tener su piel violenta en otra noche de ebrios.
El rechinar de
los peldaños le confirmaba que alguien subía las escaleras en dirección a su
puerta. No existía otra opción. Si alguien debía llegar hasta su atelier, debía
usar las escaleras, no se llegaba de otra manera. Y, si de algo estaba
convencido esa noche, era que esos pasos eran de la mujer que esperó por más de
dos años en el calvario insano del secreto, negándola mil veces, como la negó, como
se niega el amor que duele.
Los pasos
quedaron mudos al final de la escalera y de inmediato los segundos siguientes
sonaron a gimoteos precavidos, excitando los garrotazos que ambos corazones
soltaban, cada cual en su locura. La llave en la cerradura retumbó áspera en el
atelier de Sheró, aunque para él fueron violines disparados desde el edén. La
puerta se abrió unos centímetros y la primera uva negra rodó despacio hasta llegar
a los dedos de su mano. Sheró levantó la uva, la olió cerrando los ojos,
inhalando profundo su bálsamo, y la dejó donde estaba. Otra uva giró hasta uno
de los costados de su colchón; otra, en el extremo opuesto; otra, al opuesto de
esa; otra uva viró hasta donde se amontonaban sus cuadros, otra, hacia el
ventanal; otra, en dirección a la mesa que sostenía la jofaina; otra, hacia el
espejo y así fueron rodando una tras otra hasta cubrir todas las direcciones
del atelier, desparramadas en el parqué como en un campo minado dispuestas a explotar
en medio de la batalla.
Michelle entró
al atelier tan despacio como pudo, con los ojos cristalinos como un niño a
sabiendas del regaño. Durante unos segundos se miraron con la piel, aceptando
el silencio que reparte las culpas. Ella, desde la entrada al atelier, inmóvil
aún después de cerrar la puerta. Él, recostado sobre el colchón que esperaba
sobre el piso; ocultando, apretando sus puños para que ella no viera el temblor
delator de sus manos. No dijeron una sola palabra. Para qué hacerlo. Una mínima
vocal fuera de cauce espantaría los deseos. Michelle, pausada; quitó sus
zapatos y los acomodó a un costado de la puerta. Él no dejaba de mirarla como
un hombre mira y sufre el castigo desmedido de la ausencia. Michelle se quitó su
gorro de lana, después los guantes, luego el sobretodo que la cubría desde las
rodillas hasta el cuello. Espaciosa, dejó deslizar por su espalda el abrigo
hasta que llegó al piso y quedó completamente desnuda, como la luna colgada en
el ventanal. Su abundante cabello oscuro, largo hasta la cintura, parecía un
mechón sisado de la noche; sus enormes ojos brillaron como dos destellos negros
en ese instante eterno. El tóxico de sus labios carnosos todavía encerraba la demencial
amplitud de su sonrisa; muda aún, sus hombros torneados, pequeños; la
abundancia de sus pechos desnudos arrancaba crudos los latidos; el polo
perverso de sus caderas hundía los ardores; sus muslos ansiosos, febriles
matando el tiempo, la noche, el invierno, el frío, la rabia. Toda, toda su piel
morena parecía un óleo de la mismísima Eva desalojada del paraíso, con todos sus
pecados a cuestas.
Michelle soltó
las amarras caminando en puntas de pie, sorteando cuidadosamente las uvas esparcidas
por todo el piso en dirección donde Sheró inflaba y desinflaba el pecho
oprimiendo la espera. Con un racimo entre las manos, Michelle se arrodilló en
el extremo opuesto a la cabecera del colchón y dejó, delicada, el racimo sobre
el parqué. Comiéndolo por dentro con sus enormes ojos negros, tomó con sus manos
la sábana que lo cubría, y empezó a jalarla lentamente hacia ella, dejando al
descubierto el cuerpo desnudo de Sheró; contraído, sudado entero por el fuego
demencial del erotismo.
Con las uvas que
quedaban, Michelle cubrió el colchón y empezó el final de su ritual aplastando
las uvas restantes por todo el cuerpo desierto de Sheró; primero, prensando una
en cada pie, esparciendo con paciencia el jugo; luego, comprimiendo otras más
arriba sacudiendo en quejidos el organismo estremecido de Sheró; otras, recorriendo
los muslos, mojando cada pierna hasta embeberlas por completo; otras, hasta donde
el animal se erguía violento, desesperado, acosado. Avanzando lento como una
gata sigilosa, rozando apenas el cuerpo electrizado de Sheró, pisoneó otras uvas
en el vientre; trepándose al animal enfurecido prensó las últimas uvas con
fuerza, frotando y frotando con ambas manos sobre el pecho enmarañado de Sheró,
hasta que este explotó en un gemido que sonó como un estampido de ciegos
demoliendo cada uno de los muros dolientes del placer.
Sheró se inclinó
torpe hacia ella y pegó con trastorno su pecho contra el suyo, y los senos de
Michelle se embebieron con el jugo afrodisíaco de las uvas muertas. Sheró
mordió su cuello, subió una de sus manos hasta perderse en el torrente azabache
de su pelo negro y con la otra mano, clavó las yemas de sus dedos en su espalda
con la intención de hacer de los dos, una sola persona.
Sheró, ahora
suave, inclinó el cuerpo de Michelle contra el colchón y ella rompió su primera
uva con la espalda, y los ojos se le abrieron y cerraron en un gemido que duró
un siglo. Entonces ella supo que toda la química que necesitaban para llegar a
la ebriedad del amor, esa noche, también sobraba.
Rompiendo uvas
con la espalda, los hombros, las piernas, las manos, rodaban como animales en
celo por todo el atelier trepados al péndulo inmortal de las pasiones añejas de
la carne. Con ellos funcionaba el hechizo. Las uvas desprendían el vapor que los
empujaba a traspasar los límites habituales del placer. Desgarrando todas las
leyes naturales de la piel contra la piel. El voltaje de la fricción, de cada
caricia, de cada beso, se multiplicaba de manera impensada cada vez que volvían
a romper una uva con cualquier parte del cuerpo. Transpiraban ardores, les gemía
la piel. Emborrachados, reían y volvían a hacer el amor perturbados por el
hechizo.
El atelier se
cubría de una neblina pesada, ardiente, expulsada por el fruto, y los dos se
embriagaban rodando por el parqué con la demencia extrema de dos locos.
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