La dignidad... tiempos modernos
La dignidad de una
persona es semejante a la semilla de una planta, antes que abramos los ojos al
mundo, antes que tengamos conciencia de lo que somos, ya está dentro de uno. Es
parte elemental de la columna vertebral en las acciones cotidianas; es la
rectitud moral, el sostén de una conducta que nos acompañará durante toda una vida.
Dignidad significa decoro, decencia, honradez, lealtad; y no se compra ni se obtiene
como a un paquete de azúcar en un supermercado. Seguramente alguien relacionará
estas palabras con tantas anécdotas de otro tiempo, y quizá, apelando a la
nostalgia, recordará algún ejemplo válido en el consejo de un abuelo de manos
agrietadas y mirada sincera, hombres que con el honor de la palabra vivieron en
decencia una vida entera, construyendo un país con la dignidad de un prócer. Hoy,
ese ejemplo invalorable parece dormir insensible con el paso del tiempo.
La dignidad… todo
parece tan lejano.
En tiempos vigentes
esta palabra parece desempleada. Aparece en azarosas situaciones y la
televisión refleja el hecho como si fuese algo totalmente ajeno a una persona
cuando alguien encuentra una cartera con una abundante suma de dinero en un
taxi, la devuelve a su dueño y sale en los noticieros de todo el país como si
fuese un extraterrestre. Tiempos modernos.
Hoy, la ausencia
de la honestidad es tan notoria, como la de aquellos abuelos que la enarbolaron
con tanto orgullo. Hace tanto que no se ve reflejada en las acciones de los
hombres actuales que a diario me pregunto: ¿cuándo fue que empezamos a vivir de
este modo?, ¿cuándo fue que los malos modelos se tomaron como ejemplos?
Tener dignidad en la
vida cotidiana no tendría que ser algo sobrenatural. Por el contrario, no
tenerla sería la noticia del día. Pero como dije anteriormente; parece pasada
de moda, es una palabra desempleada.
Me pregunto si la
dignidad se podría comprar. Y aquí tendríamos que hacer un alto porque la
respuesta podría ser algo engorrosa. Pongamos un ejemplo. Si leyéramos en la
parte de clasificados de cualquier diario “Compro dignidad de persona a un
millón de pesos”, ¿la venderíamos? Y si en otro diario la misma dignidad se
comprara a diez millones, ¿lo haríamos sin medir las consecuencias? ¿Viviríamos
normalmente con diez millones, veinte millones, cien millones; pero sin
dignidad? Una vez que se pierde la dignidad es probable corromper el accionar
cotidiano de una persona. Y ese es el principio del fin.
En cierta ocasión un
amigo detallaba que dejó cincuenta pesos en manos de un agente de la Policía Caminera
para que no le elevara una infracción a la ley de tránsito –la cual había infringido–.
¿La incapacidad de respetar la ley se puede comprar con cincuenta pesos? ¡Sí,
señor! En este caso en particular, la dudosa dignidad de un agente puede
comprar la irresponsabilidad de otra persona.
Un ejemplo de
público conocimiento que, lamentablemente, toma protagonismo a diario.
Las sociedades
enfermas no se contaminan desde las grandes órbitas del poder, no se contagian
desde el epílogo de la infección. Como toda enfermedad, necesita de un tiempo
de gestación, de incubación, de desenvolvimiento. La corrupción es una
enfermedad gestada desde el inicio de la independencia moral de una persona, y
la primera armadura para batallar el contagio es el ejemplo de honestidad que
nos inculcaron desde niños. Si esa enseñanza se inculcó, claro.
Toda sociedad
infectada se puede recuperar. Sólo que la liberación no es inmediata. El remedio
parte de la misma acción. Necesita de ese mismo tiempo de gestación para
desarrollar la defensa, los anticuerpos capaces de combatir el germen y, así,
poder erradicarla de una vez y para siempre.
Estamos en tiempos
de guerra entre dos moralidades totalmente diferentes una de la otra. Y hay que
luchar teniendo en cuenta un detalle más que importante: si el ejemplo de la
dignidad irremediablemente se perdiera, ya no podríamos rehacernos como
sociedad en medio de la catástrofe, y esa comunidad que alguna vez soñamos
íntegra, seguramente se esfumará como el aire.
Aún depende de
nosotros. Y eso –a pesar de los tiempos sufridos– todavía es un buen comienzo…
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