La red
A primera vista,
ella no era una de esas mujeres por la que un hombre lo dejaría todo. En
realidad era un duplicado desprolijo de ese tipo de rubias malvadas que uno ve
por televisión en las novelas de la tarde. La fracasada, diría. Si debiera buscarle
un apelativo a su aspecto desalineado, sería ese, fracasada.
Eso fue lo
primero que pensé, como siguiendo un juego al verla por primera vez. Después,
conocí la verdad.
Estaba sentado
en la barra del bar de siempre cuando ella entró. Yo, aún esperaba a mi amigo
Joaquín. Él siempre llegaba unos minutos más tarde de lo acordado, como todas
las tardes. La oficina donde trabajaba quedaba un tanto más distante de nuestro
punto de encuentro. Era una costumbre sostenida desde hacía algunos años, un
par de cervezas antes de volver a casa. El bar significaba ese relajo necesario
dentro de una rutina que ya dormía hasta en el perchero donde colgábamos los
abrigos. Era así, todos los días el mismo día navegando con la memoria del día
anterior. Hasta dormidos podíamos recorrer el engranaje ordinario de nuestras
veinticuatro horas. Una vida recorriendo el mismo día desde que me levantaba de
la cama. El mismo sonido sacudiendo el despertador, la misma pereza al apagarlo,
el mismo silencio al desayunar, la misma camisa blanca, la misma corbata, el
mismo desgano tomando el portafolio, el mismo beso y la misma despedida. La
misma parada, el mismo colectivo, las mismas calles, el mismo recorrido, la misma
entrada, las mismas ocho horas encerradas en la misma oficina; el mismo grito
de auxilio pegado a la garganta. Joaquín y yo lo sufríamos como nadie. Nos
sentíamos dos pájaros libres dentro de una enorme celda de hormigón. Hasta la
plática del lamento al recordarlo, era rutinaria. A veces hasta delirábamos con
robar un banco.
Cuando Sirena
entró al bar tuve la sensación de que algo sacudiría mis desplazamientos repetitivos
esa noche. Ella parecía no ser de la ciudad; al menos, no de esa parte. Cuando
entró no buscó a nadie. Observó el ambiente parada unos segundos desde la
puerta de entrada, con una mirada general; de reconocimiento, diría; lo que
delató que no frecuentaba el lugar. Cuando por fin entró, se sentó a mi lado,
en una banqueta vacía, a mi derecha. Pidió una cerveza irlandesa, negra –la desconocía–;
lo que me hizo suponer que tenía una vida con cierta experiencia; lo que me
llevó a pensar que no era cualquier mujer. Supuse que también gozaba de otras libertades
cuando sacó de su cartera una etiqueta de cigarrillos importados, en caja. Y
luego un encendedor plateado con una leyenda en el tambor que no logré entender
en ese primer contacto. Estaba escrita en francés. Demás esta decir que yo
jamás supe una sola palabra en francés.
Pedí otra
cerveza siguiendo en la espera de mi amigo.
No sé por qué
razón me atraía su presencia. Tal vez porque fue lo único diferente dentro de
otro día para olvidar. Tal vez el misterio de su figura, no sabría decirlo con
exactitud. Entonces empecé a observarla a escondidas y a construir las
supuestas hipótesis del porqué de su presencia en el bar. Sólo dejé de estudiarla
cuando logré incomodarla al sentirse acechada. Joaquín llegó y quité con
egoísmo mis ojos de Sirena, pensando que si ella tenía que modificar la vida de
alguien esa noche, sería la mía, aunque sólo lo lograra por un instante. Por lo
que no dije absolutamente nada de ella. Joaquín se sentó a mi lado izquierdo.
Pidió su cerveza y empezó a contarme otra vez cómo había hecho el amor con la
misma compañera de trabajo de siempre, en el baño, a la hora del almuerzo. Una
relación que lo perturbaba desde hacía algunos meses porque su compañera se
negaba a verlo fuera de las horas de oficina. Ella no era casada, no tenía
ningún tipo de compromiso. Simplemente, Joaquín no era su tipo. Ella misma se
lo repetía todos los días. Ni siquiera le había dado su dirección, y mucho
menos, su teléfono. Por supuesto que lo averiguó, no es difícil conseguir
información de compañeros de trabajo en el mismo trabajo. Pero cuando él la
llamaba fuera de los horarios determinados y ella reconocía su voz, sencillamente
cortaba la comunicación sin decir una sola palabra. La relación se reducía sólo
al encuentro carnal en un excusado de oficinas. Para cualquier hombre casado,
la situación, digamos, sería ideal. Pero, últimamente Joaquín empezaba a desprender
algún destello en sus ojos cuando hablaba de ella, por lo que supuse que
existía algún sentimiento de por medio. Lo intuía con facilidad. Joaquín sabía
que yo no aprobaba su aventura, por lo que sólo me disponía a escucharlo sin
soltar una sola palabra cuando me hablaba de ella. Laura, su esposa, era una
excelente mujer, bella y agradable. La conocía desde hacía muchos años. Era una
buena amiga mía y de mi esposa y siempre me sentí un traidor compartiendo el
secreto. Pero mi fidelidad, correspondía mucho más a mi amigo, claro.
Cuestiones de la naturaleza, supongo.
Después de tomar
algunas cervezas, Joaquín dijo que no debía llegar muy tarde esa noche a su
casa. Cenaría con los padres de Laura. (Era el aniversario de casados de sus
suegros y no debía demorarse.) “Me matará si lo hago otra vez”, dijo
refiriéndose a su esposa. Su impuntualidad la conocíamos todos. Era una parte
inseparable de su personalidad.
Le dije que
tomaría una cerveza más y también volvería a casa. Nos saludamos y se fue.
Sirena continuaba
a mi derecha dando vueltas su encendedor plateado sobre la madera de la barra.
Su cenicero ya contaba con el desecho de varios cigarrillos. Sus ojos pardos parecían
más tristes que cuando entraron. Algo malo le sucedía. No se desvivía por
disimularlo. Ella era de otra rutina dentro de la misma red, estaba seguro de
eso. También se sentía presa. Y la primera mirada que sostuvimos habló de lo
mismo. Al instante supimos que uno sería un remedio excesivo del otro. Un
consuelo tanto definitivo. Algo parecido a un aire fresco, eterno. Algo
distinto donde resguardar una sonrisa perdida, olvidada en algún cajón de la
vida. Algo semejante a la ingratitud, pero con un secreto en la memoria
disfrazado de alivio cada vez que los mecanismos, cada cual en su mundo, nos
llevaran otra vez a ser parte de esta red que asfixia el alma.
No sé en qué
momento hablamos tantas estupideces tan cerca uno del otro. Por la música, por
el bullicio del bar, claro. Tomamos un par de cervezas, fumamos sus
cigarrillos. Brindamos por las casualidades de la vida cuando nos dimos por
enterados de que ambos compartíamos el mismo signo del zodíaco. Otra estupidez,
pensé. Las cervezas estaban logrando el objetivo, al menos en mí. Hora de
regresar a casa. Esa era la rutina a seguir. Así funcionaba una de las reglas
más antiguas de mi red. Dormir temprano para levantarse temprano para empezar otra
vez temprano con la camisa blanca.
El cerebro lo
ordena. El cuerpo sigue sus pasos.
Pero esa noche me
planté, quebrando todos los esquemas.
Su rostro de a
poco iba transformándose con la noche, con el alcohol. Supongo que ella observó
lo mismo en mi rostro. De a poco todo se tornaba agradable. Descubrir una persona
que seduce desde un punto desconocido, tiene una sensación ambigua, al menos
para mí. Hasta volví a fumar después de haber dejado hacía un par de años atrás.
Hablábamos de
amores desencontrados. De amores no correspondidos. Entonces su sonrisa en
carcajada apareció espontánea, después de que ilustrara lo que decíamos, con un
chiste ciertamente tonto: “Una pareja reciente se despide después de hablar una
hora por teléfono. Entonces él dice: ‘¡Hasta mañana! ¡Te amo!’. Y ella
responde: ‘¡Dale! ¡Yo te aviso!’.
Me quedé
observando su rostro en risa hasta que le duró la tentación. Me miraba, pedía
perdón, intentaba cambiar su postura, se reía a escondidas, se esforzaba en
dejar su rostro serio; entonces volvía a tentarse tomándose el rostro con las
manos y lo más encantador de su sonrisa volvía a aparecer. ¡Era hermosa!
Desprolija esa noche; como dije. Pero hermosa de verdad.
Cuando todo lo
natural que posee una mujer aparece de repente en un suspiro de tiempo, enamora
sin medir secuelas. Esa noche fue así, así pasó. La magia en un instante.
–Hace años que
nadie me hace reír de este modo– dijo con una sensibilidad que me estremeció
las vísceras. Y en su mirada de miel supe que iba a ser su dueño esa noche.
Claro que sentía
culpa. Era la primera vez que hacía algo así, es verdad. Pero también es cierto
que era la primera vez que sentía algo tan fuerte por una mujer a medida que
los minutos pasaban. Era como embriagarse de sensaciones desconocidas,
ignoradas. Cada momento era mejor que el anterior. Descubrirla fue eso,
descubrirme también a mí. Resucitar una parte dormida, olvidada.
Había tenido
innumerables oportunidades para ser infiel, pero jamás lo había hecho. No es
que no me sedujera la idea. No quiero ser un hipócrita. Pero desistía sólo de
pensar en las consecuencias. Tampoco al conocer a Sirena pensé en la
infidelidad. Todo se fue dando de manera natural. No pudimos frenarlo. Fue como
descubrir algo que, inconscientemente estábamos esperando desde toda la vida.
No es fácil explicarlo, pero los dos sentíamos que debía suceder de esa manera.
Esa misma noche. Ya nada debíamos esperar.
Su semblante
cambió de repente. Su aspecto desalineado se esfumó con los días. Y dentro de
lo que antes parecía el envase fracasado de una mujer, floreció otra con una
belleza exquisita. Lo infeliz que aún era con su marido le había dejado ese
aspecto de náufrago. Pero todo cambió. La esencial consecuencia de haberme
conocido fue su decisión de desplazar de todas las maneras imaginadas a su
esposo, un conocido empresario de la noche acostumbrado a vivir sobre el
margen, el lujo y las infidelidades impostergables. El único responsable de la
visibilidad de su desgracia. Aún la dominaba por completo y Sirena no podía
dejarlo. Ella sabía las consecuencias por haberlo intentado antes y eso la estaba
dejando en la ruina humana. Bebía y fumaba en exceso. La soledad la estaba
enloqueciendo. Las consecuencias de soportar una vida equivocada la llevaron al
colapso emocional. La ausencia de toda contención, el abandono afectivo en
todas sus formas no lo pudo soportar. El resultado era igual cada noche, buscando
refugio en bares ignotos donde nadie podía reconocerla y el cóctel de emociones
dañinas la llevaba a llorar con desconocidos de turno en los bares que elegía
donde emborrachar sus dolores.
–La única
decisión que rescato de mi vida es la de haber entrado esa noche a ese bar
donde te conocí– repetía a diario.
De repente
también quise un traje nuevo. Otra corbata de nuevo color. Otro perfume. Una
nueva sonrisa. Ella me descubrió y yo no hice más que abrir los ojos. Ver mi
verdad en la suya.
Un capítulo
aparte fue mi esposa. Una mujer acostumbrada a vivir detrás de mi vida. Que yo
conociera a Sirena, creo, le sirvió mucho más a ella. No existe desilusión más
grande en la vida que levantarse un día y descubrir en un beso la ruinosa
rutina de los sentimientos.
Fue una decisión
difícil de afrontar. Es increíble cómo suceden a veces las cosas. La leyenda en
el tambor de su encendedor me dio el último empujón que necesité para subirme a
la osadía: “Si encore le convienne dans le coeur, vole…”*
Su esposo juró
que nos mataría a los dos. No tanto por su honor pisoteado, sino después de
enterarse de que también nos fugamos con los ahorros de toda su vida. Demás
está decir que no puedo siquiera sugerir dónde estamos. Nuestras vidas dependen
de eso. Pero quiero que imaginen un paraíso en sueño y dentro de ese sueño,
estar con la persona que uno siempre buscó. Ahí estamos, en ese mismo lugar, en
ese paraíso exacto.
Aún nos
persiguen. A pesar de los años que llevamos prófugos, de haber desertado de la red,
aún nos persiguen. Y supongo que será así por mucho tiempo más. Hasta que un
día nos descuidemos por un segundo, y se vuelvan a imponer.
Lo sabemos los
dos.
* Si aún lo sientes en el corazón, vuela…
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