Los infectos
Hoy es un día
como cualquier otro en el calendario. Un otoño extraño. Demasiado calor para
esta época del año. Dicen algunos que es por el cambio climático y todo eso. Y
yo pienso: “¿El cambio climático?” Se supone que todo cambio es para bien. Al
menos así me lo enseñaron.
Si todo tiene su
armonía, si todo funciona a la perfección, ¿para qué modificarlo? Esa es la
enseñanza. Así funciona el sentido común.
Yo prefiero el
calor al frío, pero, en este caso puntual, ¿el cambio es para mejor? Por
supuesto que la pregunta tiene una respuesta inmediata. Claro que no. Así lo
dicta el sentido común de los últimos años después de observar pasmados los
tsunamis en Asia y Oriente; después de no pestañear ante los violentos terremotos
en Centroamérica, en Chile; ahora, en Irak. Existen inundaciones, sequías,
tormentas interminables de granizo, vientos huracanados, lluvias furiosas
esparcidas por todo el planeta en lugares donde jamás existieron antes.
Indudablemente,
algo está cambiando.
La naturaleza es
sabia. Es una frase rebuscada, pero real. No existe nada dentro de lo natural
que se alterne para mal. Nada en absoluto.
Cuando se dice
“cambio climático” uno parece deducir que el clima, un día, de repente, cambió
por su propia voluntad para hacernos daño.
La naturaleza
“era” la única obra de ingeniería perfecta que maravilló los ojos de todos los
seres humanos desde el principio de los tiempos. No en vano estudiamos de las
antiguas civilizaciones la idolatría que les provocaba la luna, las estrellas,
el sol, la lluvia, las montañas, los cultivos, los animales.
A mí me gusta
titular esos tiempos como “La tierra del sol y la luna”.
Es hasta
romántico, lo sé. Suena tan lejano.
Ya nadie sale a
ver el magnetismo de la luna. Eso es cosa de poetas. Ni qué decir de correr a
una montaña a ver un atardecer. Tiempos que demandan tiempo. Antes eran dioses
y con ese concepto esas civilizaciones vivieron siglos y siglos en total
armonía con la naturaleza, dispersos por toda la tierra. ¡Dios, cómo volver!
Hoy es sólo una
lección de historia en un aula de secundario.
La ambición, el
apetito desmedido, el egoísmo, la avaricia de los infectos lo modifica todo.
Pregunta a la
razón: “¿Todo está cambiando para mal?”. Y la respuesta del sentido común,
indudablemente, no es otra que afirmativa. ¿Cuesta creerlo? ¿Cuesta aceptarlo?
Voy a citar sólo
un ejemplo a modo de ilustración porque la lista de atrocidades –de verdad– es
enorme. Entonces digo: ¡si se sabe que la deforestación nos perjudica a todos por
igual, ¿por qué le seguimos quitando oxígeno al planeta? ¿Será mejor vivir
asfixiándonos? ¿Por qué no se toma una sensata conciencia de eso?
“La furia de la
naturaleza es lo único que el hombre jamás podrá detener.”
¿Entonces
queremos que las catástrofes de la naturaleza nos devoren? ¿Queremos ver a nuestros
hijos en ese infierno? ¿Ese es el mundo que les vamos a legar?
Cuando la
justicia está ausente, cuando se la anula, cuando se la domina, cuando se la
calla, cuando se la ignora, cuando se la corrompe. En todos los ambientes, en
todas las expresiones, en todos los esquemas de la vida cotidiana los hombres
sin escrúpulos, los irresponsables, los incapaces; los infectos lo dominan
todo, absolutamente todo. Entonces, llegado ese momento, una persona común que
vive de su trabajo y pone diariamente en práctica su sentido común se trasforma
sólo en un rehén, un instrumento de pobres deseos.
Hoy, esta
justicia ausente, dominada, callada, ignorada, corrompida, me deja la sensación
de que, irremediablemente, las catástrofes seguirán ocurriendo a pesar de los
deseos de millones de personas idénticas a mí. Con agudo sentido común, pero
sin justicia.
Definitivamente,
este, es el mundo de las leyes. No de la justicia.
Ahora, ¿si el
hombre, hoy es capaz de manipular para mal el clima, qué nos espera mañana en
la tierra que pisamos cada día?
La repuesta, ya
no es futura.
En una parte del
planeta, un coreano sin sentido común –por así denominarlo–, como si fuese un
juego de playstation, se declara el
nuevo enemigo del mundo sentado sobre un aterrador arsenal de armas nucleares.
En otra parte del planeta una guerra ganada por narcotraficantes y asesinos
enluta todos los días a un país arrodillado, agotado de llorar sus muertos. En
otro lugar se trafican armas, mujeres, niños; las mafias dominan por completo
un Estado que, desde su disgregación, cayó en la anarquía siendo carne de
oportunistas y mafiosos encubiertos en su buena educación y sus títulos
onerosos. En otro extremo, un continente entero es adormecido en la pobreza,
sometiendo a pueblos enteros a ser ratones de laboratorio por el gigantesco
negocio de la farmacología, sujetos a regímenes sangrientos de gobernantes
empotrados a “sus tronos” haciendo oídos sordos a su gente en la más denigrante
corrupción. Otro continente se encuentra en quiebra dejando millones de
personas desalojadas, abandonadas a su suerte, después que el último apagara la
luz una vez terminada la fiesta. El país más poderoso de la tierra ha cerrado
sus fronteras y vive aterrado por un enemigo invisible que, en el momento menos
pensado, lo transforma todo en enormes lenguas de fuego fanatizados hasta la
médula por una religión que ve con buenos ojos, hasta la inmolación de los
niños.
¿Cómo se explica
todo esto? ¿Cómo se explica que todo el planeta “es consiente” de que el
negocio más grande que existe es el tráfico ilegal de armas y, en segundo lugar
–como si fuese una carrera de indudable prestigio–, la venta ilegal de
narcóticos?
Claro, todo está
cambiando.
Yo vivo en un
país donde esos mismos infectos aún son dueños de interminables décadas de
saqueos, injusticias, infamias, inmoralidades, decadencias. Aletargando,
ignorando las ilusiones libres de toda una sociedad libre. Hasta existió un
presidente sin escrúpulos que traficó ilegalmente armas para que dos pueblos se
mataran el uno contra el otro, como si fuesen animales.
¿Tan poco les
importa la vida de un ser humano? ¿Es que no les pesa la conciencia? ¿Tanto
adoran su cetro artificial, su dios rectangular?
En mi país hubo
genocidas; hubo gente desaparecida; hubo miedo. (Mucho miedo.) Hubo guerras;
hubo impotencia; hubo hipocresía; hubo lágrimas; hubo sangre cubierta que aún
no se encuentra.
Yo vivo en un
país que amo, que lo tiene todo. Que no tiene excusas. Pero tiene esos infectos
reciclándose, multiplicándose todo el tiempo. Están por todos lados. En mi
pueblo, en el pueblo vecino, en las ciudades. Están agazapados por todo el
planeta. Es la nueva raza dominante. Nos violentan. Nos hacen daño, mucho daño.
Mienten sonriendo. Hechizan a la gente. Tienen en sus manos el poder; la
justicia y la inconsciencia.
Todo ha cambiado
en la tierra del sol y la luna. Y como en el clima, sólo esperamos la
catástrofe que sigue, deseando se detenga como lo que somos; un insignificante
número con demasiado sentido común, excesiva injusticia y un ramillete de
pobres deseos.
Pero no seré yo
quien se quede a esperar el final del naufragio. Me pondré en la piel de esas antiguas
civilizaciones que amaban su terrón natural. Me pintaré la cara, alistaré el
arco, afinaré la lanza y saldré a luchar hasta que mis manos vuelvan a “La
tierra del sol y la luna” que ellos supieron proteger. Aunque muera por
pretenderlo de igual modo.
Hoy, un amigo
está por tener un hijo. Y me siento en la urgente necesidad de no dejarle un
planeta en llamas.
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