El último beso del fuego

Compraron el velero con los ahorros de una vida. Tenían todo previsto. Lo habían planeado en el más absoluto silencio. Ni los detalles más pequeños quedaron expuestos al riesgo del olvido. Los elementos de higiene, la música, la ropa de cama, el esmoquin de él, el collar de ella, las velas, las copas de cristal, los álbumes de fotos, el vestido de novia. Nada olvidaron. Tal vez el viaje no sería demasiado largo. No sabían qué tiempo exactamente. Aunque ese detalle los dejó de preocupar con el pasar de los meses.

La casa era enorme. Quizá sus hijos cederían ante la inmobiliaria después de todo. Ojalá la conservaran, pensaron por separado. Era una casa heredada de la familia paterna, de amplios jardines enrejados al frente. Con un pórtico de columnas jónicas en la entrada. Detrás, hacia ambos costados, sobresalían alargados ventanales de dos hojas, y en el centro, la puerta principal labrada en sólida madera, donde relucían los detalles en bronce de los picaportes, las bisagras de soporte y la ranura para arrojar las cartas. Al entrar, una sala de espera aguardaba con sillones al estilo romano en asientos tapizados de un color azul despejado. Al fondo, descansaba un escritorio de cedro oscuro haciendo juego con sus sillas. Un par de lámparas de yeso encarnando diosas griegas, iluminaban el anexo. Irene, la diosa de la paz, a la derecha; y Eufrósine, la diosa de la alegría, en el costado opuesto. Algunas réplicas impresionistas de Monet adornaban las paredes y una biblioteca, que se dejaba contemplar holgada y colorida, completaban el espacio. Ya dentro de la casona, las habitaciones eran cómodas, bien conformadas, al igual que la cocina, la sala principal y el baño. Las anchas galerías, afuera, daban sombra fresca en los veranos. El patio de tierra, la huerta al fondo, el parral a uno de los costados, los damascos en el centro. Una casa acogedora, una joya adquirida del añejo paladar español del pasado siglo. Una residencia que durante años rió en complacencia, disfrutó de juventudes, de sueños y quimeras siendo testigo selecta del milagro pasajero de la vida. Pero que ahora, al momento del adiós, sólo quedaban merodeando los espacios, la mudez de una vida que ya no estaba, que pasó como un relámpago de dicha, casi sin dolor. El aliento a kerosene de los pisos de madera impregnando los recuerdos. La mirada solitaria de los cajones, los espejos, las perchas vacías de vida en los roperos, los candeleros de cristal lloriqueando en las alturas, la cocina oscura, las habitaciones enloqueciendo de soledad, el hogar sin leña, el piano tapado con sábanas, como no queriendo ver cómo todo se iba sin remedio. La mesa familiar del comedor, desnuda y sobre ella, la caja de remedios de los dos, la que juntos, habían decidido olvidar.

El último recuerdo que grabaron de esa vida, y que ninguno de los dos supo que llevarían prendido en los silencios de la mirada y en la piel erguida por el escozor, fue la muerte para siempre del crujido asmático de la puerta, el trueno que sintieron en el pecho al cerrarla, retumbando en cada rincón de la casa, como el grito póstumo y desesperado del pasado antes de morir. Y los dos giros de la llave quemando la percusión del corazón, sentenciando el recorrido de un camino extenso, que pasó como un cuento vivido con felicidad en cada poro de la piel, pero que —ambos sabían— estaba consumiendo las últimas hojas del fin.

Llegar a viejos es estorbar a los hijos, decía ella con esa sabiduría brutal que jamás supo dominar. Los dos eran una sola persona, los años los unieron mucho más aún con la fuerza de algún dios desconocido. Como el agua y la harina hacen pan, ellos eran. Y ninguno de los dos quería morir antes que el otro.

Cuando Joaquín, su hijo mayor, se instaló en Buenos Aires con su mujer y su pequeño hijo después de haber obtenido un doctorado en cardiología, y cuando Mercedes decidió vivir en París para arrojarse a los vuelos fantasmales de la danza, los dos supieron que los silencios que llegarían se presentarían con mucho más que soledad. De pronto, la casa se convirtió en esa ingratitud ojerosa que traía encubierta la vida. El tiempo no fue menos indulgente antes que la nostalgia empezara a comer las paredes, apagar veladores, cerrar puertas, silenciar cajones y espejos, guardar platos y copas, enmudecer sonrisas y voces. De repente, la pesadez egoísta de la edad se les vino encima. Ya no salían con la frecuencia de otros tiempos. Los veranos eran cortos y los inviernos, lerdos y grises. Los años trajeron achaques, jarabes, pastillas, arrugas, anteojos y un temblor en el alma que poco tiene que ver con la vida.

El miedo a morir y dejar al otro en la peor de las soledades llevó a Carmen a levantar del olvido una promesa soñada en el fuego de sus primeros días de casada, pero que cada año revivía como el mismísimo Lázaro en la Biblia, “Si algún día somos viejos y estamos solos después de que nuestros hijos se hayan ido, prométeme que moriremos juntos, júrame que en la última parte de nuestras vidas ninguno de los dos vivirá en una mecedora sólo para sufrir el recuerdo del otro”, había dicho ella con esa sabiduría cruda. Claro, Manuel estaba tan enamorado de esos ojos perlados envueltos en una mirada de diosa egipcia, de piel de nácar, de extenso pelo oscuro y carácter decidido, que no pudo ignorar el pedido. Por supuesto: dijo “Sí”. Al recordar la promesa volvió a ver los ojos de ella a través del cristal de sus anteojos, eran iguales a los de su juventud, no habían perdido ni un pequeño destello de su brillo, aunque su cuerpo esbelto y fino se observara notablemente encogido, el sobrante de su piel cándida la cubriera de arrugas, y el pelo, antes del color de la noche, hoy reposara en un río de canas blancas desembocando en una rosca sujetada a su coronilla. Manuel se vio reflejado en ella, miró sus manos con detenimiento, y en ese latigazo injusto del destino, lo atrapó el ahogo desalmado de la vejez. Sus manos esqueléticas y venosas le dieron una señal tan dura, que desistió caminar hasta el espejo para resistir con el resto. “Parece que fue ayer cuando corríamos sin conciencia, cuando planeábamos la vida sin urgencias”, pensó.

Despacio, se quitó los lentes, miró a Carmen a los ojos, le tomó el rostro con sus manos trémulas y secas y con lo único que la ingratitud de los años no le robó —el amor desmedido por la única mujer que daría la vida—, le dijo:

—Sólo quiero ver el milagro de tus ojos cuando primero se cierren los míos —y la besó con el mismo temblor en los labios de la primera vez.


Joaquín viajó de inmediato. Llegó al puerto aturdido después de que le notificaran lo sucedido. Mercedes llegaría en cualquier momento; todavía estaba en viaje hacia el pueblo. Fue el hijo mayor quien, con un llanto clavado en el pecho, tuvo que reconocer los cuerpos cuando el guardia del puerto lo llevó hasta el camarote del velero. Estaban tomados de la mano, con las frentes pegadas, casi en posición fetal mirándose con la vida apagada. Ella traía puesto su traje de novia. Su collar en el cuello. El esmoquin de él parecía ensanchado dentro de su cuerpo afinado. “Danubio azul” continuaba saltando en un viejo tocadiscos. Los candelabros aún mantenían las velas. Junto a la cama, una pequeña mesita de noche sostenía dos copas. En una de ellas, el lápiz de labios todavía dejaba ver con claridad el sello de una boca roja en el filo. A espaldas de él, los álbumes de fotos de toda una vida continuaban abiertos cada cual, en el último folio.

—Encontramos esta nota —dijo el guardia y se la entregó a Joaquín, visiblemente apenado.

El muchacho la abrió. Le temblaron las manos al instante de reconocer la letra de su madre. “No lloren, fuimos las personas más felices del mundo. Ni en un solo día de nuestras vidas supimos lo que era el dolor. Conserven la casa.”

Joaquín se secó las lágrimas que caían de sus ojos como goteras irreparables. Guardó la nota en uno de los bolsillos del saco, observó en detalle el pequeño camarote, a su madre vestida de novia, a su padre de frac adherido a ella, el vals de Strauss saltando en el mismo punto, los álbumes de fotos, las copas de vino blanco, como le gustaba a su madre. Los observó nuevamente tomados de la mano como dos frágiles adolescentes. Y por alguna extraña razón supo que el sabor punzante y amargo de la muerte no reinaba en el aire de ese viejo velero. Sin dudas, ganaron la gloria que pocos alcanzan espantando la muerte.

—Lo siento tanto —insistió el guardia pretendiendo romper la niebla del silencio. Y continuó:— Hace dos días remolcamos el velero perdido en altamar. No lo podía creer. Lo veía con tanto gusto a don Manuel arreglando este pequeño velero. Durante casi un mes le insistí cada día ofreciéndole mi ayuda para repararlo, pero él deseaba hacerlo con sus propias manos, me decía hasta… con alegría. Estaba tan contento. A veces llegaba temprano al puerto y él ya estaba trabajando en su bote. Ni cuando pintó el nombre del velero quiso que lo ayudara. Creí que planeaban un viaje de placer —concluyó el guardia del puerto, pesaroso.

Joaquín salió del camarote, subió el muelle y caminó hasta una distancia donde pudo leer con claridad el nombre del velero: “El último beso del fuego”.


Claro que fue un viaje de placer, pensó. Y sonrió.

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