Sueño

Hoy soñé con una mujer, una mujer algo mística, profunda y delicadamente hermosa. Tenía la piel alba; los ojos, invasores, amplios, de un color castaño intenso. La generosidad de su cuerpo provocaba esas euforias ocultas. El pelo ensortijado, largo hasta la cintura y del mismo color de los ojos, hacían temblar mis manos hasta sentirlas humedecer. Y su sonrisa, tierna, serena, me adormecía en el silencio. Transmitía tranquilidad, equilibrio. Aunque al sonreír más allá del embrujo, despedía una seducción tan desquiciada que me embargaba un deseo violento de someterla bajo el trastorno. No sé cómo su humanidad brotó en mi sueño, puesto que estaba divagando con una compañera de secundaria, o algo así. Los sueños nunca son muy claros, y mucho menos, llevan un hilo conductor. Lo cierto es que viajaba por distintos lugares en mi inconciencia. Los personajes variaban constantemente como si estuviesen marchando en una manifestación, y yo, caminando en medio de todos ellos en dirección opuesta. En ocasiones, eran familiares con los que me encontraba; en otras, personas olvidadas o, dicho de otro modo, sujetos con los que uno ya no tiene ningún tipo de contacto: amigos que se mudaron del barrio, personas del pasado que nunca más frecuenté, ese tipo de relaciones que uno encuentra que olvidó hasta que las reencuentra con sorpresa durante una conversación casual. En otros momentos aparecían individuos con los que nunca tuve ningún tipo de relación, personas que sólo se reconocen por haberlas visto alguna vez. Pero ahí estaba mi buen yo, hablando no sé de qué con la fluidez de dos amigos de toda la vida. ¿¡Qué cosa tan extraña los sueños!? Tienen esa inexplicable virtud de recolectar situaciones imposibles. No recuerdo con precisión en qué momento apareció su rostro leonado. Haciendo un gran esfuerzo por recordarlo, creo que todo se estaba volviendo turbio, como cuando el sueño está por volcarse a una pesadilla puesto que sentía una mirada oscura desde algún punto. No sabría decir con exactitud de dónde provenía, pero me anulaba irracionalmente, lo sentía en el cuerpo. Podía notarme intranquilo cuando apareció el primer sacudón. Me desesperé al notar temor. Ya no había nadie a mi alrededor, ni extraños, ni conocidos, ni familiares; nadie. Sólo ese recelo en el cuerpo, y yo. De repente, su figura poco a poco empezó a tomar corporeidad, sus enormes ojos marrones le dieron un vuelco total a la angustia. Con sigilo, se acercaba donde yo estaba. Como ya dije, sus ojos transmitían un perfecto equilibrio. Me quedé estático mientras ella avanzaba como flotando en el aire. ¡Dios, cómo deseaba tocar su rostro! Pero no podía hacerlo. Su mirada se volvía insoportable a medida que conquistaba espacio en dirección a mí. Su cuerpo, florecía en mis manos resucitando cada una de mis partes dormidas. Quise preguntarle… ya no recuerdo qué. Pero ella no respondía, sólo sonreía con una expresión tan calma que me debilitaba. Luego se alejó, despacio, caminando hacia atrás sin dejar de mirarme con sus ojos de pantera envueltos en un atisbo celestial. Llevaba un vestido blanco con flores, bien pegado a su cuerpo, el cual empezaba a quitarse seduciéndome con maldad. Desenganchaba despacio, con satanismo, los botones de su parte superior soltando fuera del escote, el volumen exacto de la mitad de sus pechos blancos. Abanicaba su rostro ardiente con los dedos de sus dos manos mientras sus pies descalzos retrocedían como suspendidos en el aire invitándome a seguirla. Claro que deseaba ir tras ella. Y de una manera violenta. Eso provocaba en mí. No podía controlar el deseo. Pero mis extremidades no respondían. Me desesperaba por seguirla, pero continuaba estático. Miraba mis piernas nuevamente, no podía reanimarlas con las manos; ambas estaban completamente muertas. La angustia volvió; la desesperación no conseguía dominar mi locura. Alcé la vista para rogarle que no se marchara, que esperara. Había partido.

Sé que en el sueño sabía quién era, la reconocía de algún lugar; incluso sentía un vínculo. Sé que estuve con ella. Sí, era así, pero cuando parecía tener su imagen en mis recuerdos, desaparecía como el agua entre los dedos. En la mañana, mientras me aseaba y desayunaba para ir a trabajar, hice un esfuerzo considerable para recordar quién era, pero no pude unir los eslabones. Corriendo a más no poder durante el camino al trabajo, doblé el esfuerzo por recordarla, pero mi mente estaba bloqueada. El recuerdo de quién era no nacía.

Una vez en la oficina, recibí de un soldado enmascarado, un recado secreto, imperioso. A mi jefe le urgía verme. Fui hasta su despacho. Debía darme un listado de clientes a los cuales tenía que tachar con una cruz roja. Entré después de que su enorme secretaria negra me anunciara con un megáfono. Me acerqué hasta él. Y el desgraciado, arrogante, como solía comportarse ante todos, levantó la carpeta para entregármela sin siquiera mirarme a los ojos. (Ese tipo sí que sabe poner nervioso a cualquiera.) Extendí mi mano para recibirla y, sin pretender hacerlo, golpeé con la última parte de la tapa uno de los portarretratos acomodados delicadamente en su escritorio. Al dar la punta contra el suelo, el vidrio estalló en mil astillas. Después de pedir las disculpas pertinentes por mi torpeza, levanté el portarretratos y… ¡Dios!, ahí estaba. Era ella. Sus enormes ojos marrones volvieron a darme la calma, su piel alba, su pelo ondulado, su vestido de botones y flores, su mirada tierna. Sí, sabía que la conocía. Quedé abstraído mirándola, como estancado en otro mundo.

Mientras mi jefe me maldecía y denigraba por deshacer el retrato de su hija y levantaba los pedazos de vidrio del suelo y arrebatándome el portarretratos de las manos, un transe del que no podía librarme se apoderó de mí. Era como regresar de la anestesia después de una operación, como retornar a los tirones de ese otro mundo. Veía deformada la cara y la voz del desgraciado cacheteándome delante de todos mis compañeros de trabajo, exigiéndome que reaccionara. Que era un total irresponsable, decía. Incluso, mucho más exaltado que en otras ocasiones, me arrojó un vaso con agua en la cara.

Reaccioné, sí. Me paré como un resorte al advertir la situación cuando la realidad me jaló nuevamente de los pelos. ¡Oh, no! ¡Otra vez no! Sorprendido, me quité el agua de la cara y de los ojos y me acomodé la corbata sin saber qué hacer. Mis compañeros se reían a escondidas mientras mi jefe, parado al lado de mi escritorio, seguía reprendiéndome como a un niño tonto. Lamentablemente, mi persona fue otra vez el show en menos de cinco días. Ni siquiera había encendido mi computadora antes de quedarme dormido para, aunque más no sea…, disimular… no sé, que había intentado empezar a trabajar. Y mi jefe ahí, dale que dale, ofreciéndole otra vez al resto una cátedra gratuita de pedantería y mortificación a centímetros de mis oídos. Y yo, ahí, por tercera vez en la semana, todavía medio dormido y con más ganas de estrangularlo que de seguir vivo.

El último regaño sonó a despido. “Si tanto le gusta dormir, va a tener quince días de suspensión para que pueda hacerlo con toda comodidad en su casa”, dijo el muy ridículo.

Dios, ya no quiero volver a esa oficina. Es un trabajo tan aburrido. Debería dormir en el baño, oculto, acogerme a los turnos, como el resto de mis compañeros. El agotamiento que siento es tan intenso que mi cuerpo exige dormir al menos veinticuatro horas continuas. Apenas si puedo mantenerme en pie durante el día. Las noches son un verdadero placer; pero las mañanas, un inhumano calvario.

¡Qué sueño tan extraño! Esta noche le contaré en detalle a Lucía. Le diré lo de su portarretratos deshecho en el suelo. La porfiada malicia que, otra vez usó, al desabotonar su vestido favorito (y el mío) para hacerse del control. Se reirá, no podrá creer que soñé con ella. Después, sí, durante los próximos quince días, que me desgaste como todas las noches. A escondidas del estirado de su padre, por supuesto.

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