Deseos nocturnos


Recuerdo con exactitud el negro sólo de sus ojos. Su brillo poseía el encanto secreto por el cual el resto de los ojos se muestran hechizados. El aguijón de su piel morena no era menos narcótico que el resto del embrujo. Su fragancia de damisela, exquisita. La prolongación exacta en la amplitud de su sonrisa. Sus piernas, delgadas. Los finos ondeados de su figura. Su suave caminar. Cada pormenor de su cuerpo eran evidentes privilegios de algún dios.

Recuerdo, también, su cabello negro como algo paradójico en ella. Su expresión, su longitud cubriendo la mitad de su espalda parecía otra copia del molde de cortes que uno ve diariamente por la calle, en algún supermercado o restaurant. Estoy convencido de que, si lo hubiese llevado otra muchacha como una muestra vistosa de su cuerpo, era un detalle para olvidar. El problema era ese. El pelo era parte de ella. Y en ella, nada era para olvidar.

Los recuerdos agradables funcionan. Hasta el más escondido detalle se muestra a salvo. Son disímiles de otros. Poseen una identidad propia. Ingresan en un determinado momento de nuestra historia. Y, si luego, el tiempo pasa y, por las mezquindades que posee el destino, esa persona que alguna vez disfrutamos, con los años desaparece de nuestras vidas. El recuerdo agradable lo atrapa al instante de recordarlo. Moviliza sus engranajes y lo trasporta hasta el presente de nuestra mente, digamos, sin pasar de moda. Lo mantiene intacto, vivo. Esa nostalgia posee una dosis exacta de magia para no desplazar uno solo de sus cabellos. Se mantiene así, sagrado, indiscutible. Intocable, incluso, para el dueño de la memoria. Uno mismo.

Los dos compartíamos el mismo colegio completando una secundaria morosa. Mi desobediencia imberbe de un millón de espigas, por esos años, me convenció de la fuga total a todas mis obligaciones en ese nivel, saltando por la borda, en el penúltimo año de estudio. Nunca supe por qué la visible corrupción de sus abriles deambulaba perfumando los horarios de la misma aula.

El gobierno educativo, por ese entonces, implementó un sistema por el cual se recuperaban esos años perdidos en solo uno de clases, dentro de una nocturna que recopilaba por igual edades dispares, estados civiles diversos, alumnos de otras geografías y, fundamentalmente, le aflojaba la rienda a la responsabilidad, la asistencia y el estudio. Irresistible oferta formativa para el ocio ejemplar. Lo cierto fue que en ese pequeño espacio del mundo pedagógico nos encontramos los dos. Filtrando los primeros roces para esta historia.

Nos sentábamos en lugares opuestos del salón. Yo, casi a mitad del aula, pegado a una pared junto a otros rebeldes del mismo gajo. Ella, en los primeros bancos, después del escritorio de los profesores, en la pared adversa y junto a un ramillete de compinches femíneas. A veces las clases importaban. Pero, por lo general, gastaba el tiempo observando su perfil. Su espalda. La caída de su cabello. El gesto de sus manos al hablar. La redescubría cuando iba, cuando venía. Comprobaba detenidamente qué postura adoptaba al sentarse, con la sutileza con la que cruzaba las piernas. El movimiento de sus ojos, el tono de su risa, la suavidad de su voz.

Ese tipo de observaciones eran un oasis de estímulos para el apetito lince, provocando, cada noche, el erizo inflexible de todo termómetro corporal.

Nunca la había visto en el pueblo. Jamás la encontré en algún tropiezo clandestino de invierno, donde los amores duran lo que el frío entre las piernas. O en los primeros revoloteos apasionados de primavera deseando la nueva diversidad. Ni en los domingos de rastreos, cuando las temperaturas perversas del verano incriminan sin rubores las voluntades inmorales de muchachas de mirada desprendida, anhelos escotados y polleras desabrigadas en los imperdibles zarandeos de plaza. Tampoco en las tardes serenas de otoños leonados, de bares tibios, botitas de gamuza y caminatas de vidriera, cuando las miradas gastadas de un pueblo entumecido se amigan con el alma.

A pesar de vivir en el mismo espacio geográfico, jamás supe de ella. Y eso, no era un dato menor teniendo en cuenta que mi vida deambulaba por los vicios callejeros de un pueblo que no tenía más atractivo que beber del completo desvelo de sus noches.

Intentando disimular la efervescencia que me provocaba, discreto, fui averiguando sobre ella, interrogando con cautela a compañeros de aula, amigas y amigos de otras esferas que bien sabían de su existencia. Algunos dieron datos referenciales; otros, un informe pálido y ciertos contactos completaron la confidencia. Así fui armándola, juntando cada una de sus partes. A la semana de conocerla en esa nocturna de cerebros vagos, supe desde el nombre de sus padres hasta quién era el dueño secreto de su cadera pendular. Zigzag que, sin demasiados argumentos, me quitaba el sueño.

Con el paso anómalo de ese año lectivo, y a medida que el rebaño se desinhibía, los amoríos empezaron a corromper las noches en una nocturna que era más productiva en los asados de los viernes a la noche, que en el análisis detallado de algún fantástico cuento de Cortázar olvidado “sin querer” sobre la madera gastada de algún pupitre sin anhelos.

Mi mal humor alzaba una sola causa. Ella tenía dueño. Todos lo sabíamos aunque yo prefería consumirla con los ojos disfrazado de ciego y sordo. Ese desaire ilícito la hacía sufrir más que reír, decían.

Cuando no se es correspondido como se quiere, uno aborda un juego inadecuado y hostil, el cual no es fácil de vencer por los sentimientos liberados. La mezquindad, la soledad, las ilusiones no reparten paridad. De un lado de la historia no se entra en razones para entender que a uno no lo quieren como se pretende. Entonces nos cegamos, negamos la realidad recostándonos sobre la rebeldía y el conformismo. Del lado opuesto de la relación, vaciar el placer mezquino es lo único que se ambiciona. Así, ebrios de un juego perverso, se puede perder una vida esperando lo que jamás se tendrá. En consecuencia, ella no tenía un amor. Sin saberlo, o entendiéndolo a la perfección, tenía un dueño. Y eso, a pesar de los sueños y deseos pretendidos, la alejaba de la honestidad de un amor sincero.

La ingenuidad del machismo se arría con orgullo a cualquier edad. Es una especie de ley inservible de los hombres. Ese fue el error imperdonable de mi estupidez. La quería para mí, pero esa historia doliente de entregar sus dotes a la orfebrería de otras manos piratas levantaba un muro entre ella y yo. Por supuesto que jamás corroboró mi debilidad, salvo que leyera a la perfección la mirada suicida de mis ojos cada vez que se detenían a morir en los suyos. Sólo Dios sabe las innumerables ocasiones en las que estuve a punto de iniciar la guerra. Ella tenía más de una razón para que uno perdiera la cabeza. Y yo deseaba que la guillotina aceitara mi cuello y la mía rodara hasta la desnudez de su cadera cetrina. Pero era entregarme al mismo estado penoso que, seguramente, a ella la hacía llorar en la soledad desquiciada de tantas noches de espera.
Aunque, en honor a la verdad, jamás pude tranquilizar las alucinaciones morbosas que el vaivén de su pernil me provocaban. A veces soportaba los impulsos enfermos de pretender arrebatarle un beso, aunque se negara. Y terminaba huyendo de su lado por temor a la severa brutalidad del desenfreno.

Podía soportar de buen semblante que se apalease con un amor. Pero bajo ningún punto de vista aceptaba que tuviese un dueño. Pensar en su realidad me anulaba el valor de avanzar por ella. A pesar de que su tibieza me tenía atado.

Así fue marchándose ese año de “salvación intelectual”. Y a medida que los meses volaban, bebí de otros amoríos con el beneplácito de algunas compañeras bien preparadas para el orgasmo incómodo. Los asados de los viernes acumulaban sorpresas firmes en ese sentido. Y los encuentros secretos ofrecían un condimento infrecuente para degustar en el cosmos vicioso de los amantes. Pero ella continuaba pellizcándome la existencia cada vez que me cruzaba con el brillo prismático de sus ojos negros en aquellas tertulias ebrias. Sólo la poseía en las brumas ojerosas de mis deseos nocturnos. No existían chances con ella. Estaba entregada en exceso a su dueño. Ciega, sin darle la menor importancia al mundo donde el resto dábamos vuelta.

El año concluyó con el orgullo del diploma en la mano. Cada uno hizo su propio destino y el tiempo disolvió lo que antes había unido. A pesar de recordarla a diario y con bastante agrado, no volví a saber de ella hasta muchos años después, cuando la mismísima existencia recoge las oportunidades perdidas.

Malditos amores que pueden cambiar una vida. No por el hecho de bien haberlos sufrido. Sino por la incertidumbre que dejan al no saber dónde estaríamos parados hoy, si ayer el universo hubiese girado a favor nuestro.

* * *

Los años pasaron y las decisiones tomadas direccionaron mis rumbos por un sinfín de lugares dispares, lidiando con una bohemia que siempre necesita más tiempo del aconsejable para lograr revelar lo que en verdad desea. Así fue que volví a disfrutar del pueblo que me crio libre, intentando depurar una profesión con más incertidumbre que futuro cierto. Con el paso del tiempo fui acomodándome con paciencia, otra vez, a la tranquilidad de su ritmo. En mis momentos de placer, borroneaba novelas remozando palabras sobre el teclado de una vieja computadora. Con el tiempo de sobra, trabajaba y sufría en un gimnasio (la soltería obliga). Fue en ese espacio de mancuernas y hierros donde conocí una llamativa muchacha de sonrisa contagiosa y amable carácter. Después de meses de un trato rítmico, increíblemente, y para mi sorpresa, la muchacha compartía la misma sangre y el mismo apellido que la morocha de mis licenciosos deseos juveniles. Apetencias que me dominaron por completo durante esa nocturna de festejos, nostalgias que, al mismo tiempo, habían dormido durante dieciséis años de descuido. Demasiado tiempo para prescindir de algo tan bello.

Los recuerdos agradables volvieron a transportar su figura desde que su hermana mostrara una foto de nuestro egreso. Algo que mi negligencia jamás conservó. Intacta estaba junto al negro único de sus ojos. El aguijón de su piel morena. Su fragancia de damisela exquisita. La prolongación exacta en la amplitud de su sonrisa. Sus piernas delgadas. Los finos ondeados de su figura. Su suave caminar. Cada detalle de su cuerpo había quedado grabado en mí como si alguna vez hubiésemos dormido juntos. En ese mismo instante supe que hacía tiempo no la recordaba. Y como si fuese una regla imperecedera de la vida, como si viniese de algún lugar misterioso, algo de ella volvió a pellizcarme la existencia.

En ese mismo espacio de calzas apretadas y músculos transpirados, su hermana me resumió su vida. La tecnología y su red de extraordinaria hechicería hicieron lo que mi coraje y yo en una vida hubiésemos intentado siquiera. Con su facultad de garantizar los milagros cibernéticos logró una cita en tiempo récord.

Pobre de los antiguos miedos. Que en paz descansen.

* * *

El bar elegido para el encuentro era discreto, de luz liviana, música suave y decorado a la antigua. Alejado del centro y el bullicio nocturno de los lugares recomendados y concurridos, como ella sugirió. Habían pasado veinte minutos de la hora optada. Su último mensaje a mi celular ofrecía disculpas por el retraso. Mi nerviosismo no admitía disimulos. Hacía más de quince años que no la veía y en cualquier momento atravesaría la puerta de entrada, se dirigiría a la mesa donde estaba, seguramente sonreiría al llegar. Y, aunque mi reacción se erguía debidamente estudiada, se borraba de mi mente a cada instante. En mi teléfono volví a repasar sus fotos y en ninguna de ellas se alejaba de cómo la conservaba en mi memoria. Desde la última vez que la vi no advertía un solo cambio desfavorable en ella, al contrario de cómo suele sucederle a las mujeres erosionadas por los años, el desgaste de los hijos y la rutina arraigada de una vida de casada. En ella ninguna de esas ingratitudes de la vida se alzó en victoria. De alguna manera, burló cada uno de los ocasos naturales del existir. Cada época parecía haberla retenido en su cama. Ser amante del tiempo tiene más de un privilegio. Aún conservaba intacto su rostro aniñado, sus facciones, la delicadeza de su figura. Tanto se parecía a mis recuerdos que nunca dejó de manipular mi temperatura desde que volví a saber de ella. Como dieciséis años atrás, inconscientemente, lo hizo a placer y gusto.

No recuerdo el momento exacto en que la noté parada de frente a mí, al lado de la mesa. Embobado en el repaso de sus fotos, continuaba sumergido en mi teléfono cuando me sorprendió su presencia. “Son pocas las veces que el tiempo es tan admirable”, le dije. Sonrió. Y quedé entumecido al observar que su sonrisa, parecía extraída quirúrgicamente de aquellos años. Supe reconocer también que sus ojos no tenían el mismo brillo, pero aún conservaban intacta su expresividad. Llevaba el pelo recogido de una manera muy sensual. Su rostro acusaba escaso maquillaje, lo que dejaba expuesta a la luz la naturalidad de su belleza. Dos grandes aros plateados colgaban de ambos pabellones de sus orejas (juro que era la primera vez que notaba que un detalle tan exiguo hacía ver mucho más hermosa una mujer). En sus muñecas resaltaban pulseras símiles a sus aros. A sus dedos los adornaban diferentes anillos en su número justo. Su silueta traía consigo un vestido negro escotado en el punto exacto donde la trampa estimula la mirada, pero el temor dispone mientras la noche va agregando la sed caprichosa y salvaje de ciertos dioses eróticos. Pude impregnarme del dulce de su perfume cuando ofrecí acercarle la silla y el infierno abrió su abanico de perversidades al pararme detrás de ella y caer en el abismo celestial del escote de su espalda. ¡Dios! Su piel morena llevó encarcelados mis suspiros por años, lo supe a la perfección cuando cedí terreno al desorden hormonal de mi convulsión interior y a la sumisión inevitable ante su cuerpo. Sí, otra vez entendí que nada de ella era para olvidar; absolutamente nada. Pero esta vez la tendría como siempre quise tenerla. O volvería a la condena intocable del recuerdo.

Esa noche bebimos alcohol brindando por la velada, fingiendo juntarnos por una amistad estudiantil que jamás, por sí sola, hubiese logrado el encuentro. Las miradas iban y venían como atraídas por un abecedario visual, comiendo en cada enfrentamiento de las pupilas, la desnudez ansiosa de los deseos. No quisimos tocar ciertos temas para no arriesgar romper la magia de la noche. Bebimos de ese acuerdo de la prudencia sin decirnos nada. Sólo deseábamos acompañar la charla hasta donde la velada se torna agradable y sensual. Olvidarnos del mundo en ese pequeño espacio. Volver a sentir la piel de la manzana en la boca era el designio.

Los secretos son una parte silenciosa de todos. Una extensión buscando los apetitos apaleados por una rutina que consume hasta los huesos. Esa soledad que se multiplica rebotando en las paredes sordas, que duele en las camisas planchadas, en la cama tendida, en los vestidos olvidados, que vive dentro de los besos de mañana, de caricias memoriosas y sonrisas de cartón. Esa soledad que un día llega sin recados, se instala para reinar y sólo la suaviza la sonrisa esperada de los hijos, es, aunque se niegue, la soledad que encierra sin piedad. La misma enemiga de los anhelos, de la juventud que se va, del insomnio entre las sábanas, de las oportunidades que se pierden, de la libertad que no nos permite ser uno mismo dentro de un cuerpo que todavía necesita sentirse vivo, antes de cerrarle para siempre las puertas al estanque de las emociones perdidas.

Esa, era la soledad que ella necesitaba arrancarse del alma. Podía escuchar la reticencia de su grito. Aunque sea sólo por un instante, suspiraba por esa gloria. Demandaba respirar el nuevo oxígeno. Una noche, en sólo una noche, encerraríamos nuestras vidas. Nos instalaríamos en nuestros recuerdos agradables sin escala. Y las memorias de mañana harían más llevaderas las rutinas de hoy. Los dos lo sabíamos. Y yo estaba dispuesto a ser el anzuelo redentor de su orfandad. Deseaba ser para su piel, por fin, el gemido perdido y el temblor entre las piernas. Deseaba ese instante tanto, o más que ella. Una noche amando su piel entera mataría los recuerdos de tantos años imaginándola. Volaría con ella. Desflorar el privilegio de entrar en su cuerpo era el infinito deseo.

Esa noche, desde que se sentó de frente a mí y las primeras miradas ignoraron las palabras tibias del saludo, los dos fuimos la fiebre y el bálsamo. Los apetitos soltaron los amarres sin reproches, brindaron amnesia a la mente y al cuerpo repartiendo inmunidad. Liberaron los vínculos a los que uno pertenece por decisión y desventura. Sabiendo de sobremanera que, cuando el cuerpo habla de la soledad del erizo, nada tiene que ver con el amor.

Después de beber, de reír, de brindar por recordar, de instalarnos en otro mundo y volar, nos marchamos con el gusto seductor del alcohol y el pecado en los labios.

Atrapados como pretendíamos, al mismo tiempo los dos observamos el cartel con la palabra “Hotel”. En el primer roce inquieto de los dedos, algún ángel caído nos prendió fuego. Tomé su mano para enviarle el mensaje instantáneo de la sangre y el beso impulsivo que llegó supo del dialecto que hablábamos. Entramos a un cuarto de ese hotel hirviendo el tiempo. Nos quitamos la ropa con la urgencia de dos obscenos pariendo el mismo celo. Su pelo cayó después que su vestido y su ropa interior de encaje negro alzó el animal carnal liberando en el vuelo, las apetencias guardadas de un siglo de anhelos. Sobre sábanas, la luz apagada encendió otro nirvana. Los labios seguían la humedad de la boca. Mis manos rodeaban el sur de su feudo. Sus ojos gemían, su piel se erizaba, sus formas se retorcían cuando los dedos profanaban las sendas prohibidas de su templo. Su cuerpo desnudo era la ración más ardiente del infierno; no podía ser menos que el sustento secreto de algún rey. Los labios descubriendo, recorriendo, absorbiendo sus explosiones, definitivamente era sorber la gloria. Dominar sus posiciones, escuchar la libertad de sus quejidos fue mucho más música de la que imaginé. Entrar en su reino sin descanso, una, y otra, y otra vez, juro que fue someterse al destierro de otro edén.

Trillamos los equivalentes caminos durante horas. Mi sed y sus grietas. Sus ofrendas y mi cernícalo. Bebimos de nosotros mismos hasta vaciar el último apetito. Nos miramos en la oscuridad sin prometernos nada. Sólo los ojos sabían, respirando calma. Desnudos en la misma cama respetamos el pecado como tal. Existen otros mundos ocultos bajo la moralidad. Nosotros acabábamos de conquistar uno aceptando por igual: que el placer eterno dura tan poco tiempo.

Con los impulsos gastados abandonamos la victoria en la cama. Salimos de ese hotel clandestino y nos marchamos distintos a cuando llegamos. Nos convertimos en aves milagrosas. Durante algunas horas nos absorbimos hasta matarnos. Pero una vez encarcelados de nuevo, dejamos volar los gemidos que, luego, recordaríamos en el insomnio espinoso de otras noches sufridas. Ella lo sabía mejor que yo porque volvería a reinar su soledad de almohadas tibias y ardores apagados. Pero sabiendo que bajo la esclavitud rutinaria del desierto, aunque sea por un instante, uno también es capaz de vencer la muerte.

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