El inquilino


Así vivió el tiempo final, sin vida en su propio mundo. Ese mundo que uno inventa para respirar el aire límpido que, en el genuino, no se encuentra. Tal vez absorbió demasiado esa derrota visceral de la vida. O, tal vez, su carácter, algo dejado y cobarde para ser el protagonista… ¡Ese! Ese era el punto. Ahora lo recuerdo bien. En el resto de los placeres, puedo decir que… hasta vencía. Pero algún rechazo por su pasado lo aislaba demasiado de las personas y le dejaba una mancha oscura a su mirada. A veces, pensaba que no tenía las fuerzas que se requieren para escaparle a la pesadez y el desgano. Pasaba las horas como si el desplome de los segundos siguientes fuese más pesado que los del resto de su vida.

Una mujer, lo sabía. Siempre intuí que, ese, era el motivo que lo ahogaba, que no le permitía liberarse, ser él mismo. Así lo presentí hasta el día que descubrí que, en realidad, eran dos las mujeres de su martirio.

Vivir retenido en el ayer es reprimir constantemente el mañana. Él bien lo sabía. Y no era que no satisficiera la pena de sus jadeos sobre algún cuerpo desnudo para matar la soledad o menguar los inviernos, pues supe contar mujeres por docenas saliendo de su cuarto casi ocultas en las madrugadas. Tampoco podría jurar que era un pobre infeliz. Pero en su mirada reinaba más el vacío que la vida. Yo mismo lo saludaba en las mañanas, bien enfrentado y, al saludarme él, notaba cierta condena en sus ojos, como la mirada de esos niños que sufren ausencias o soportan desarraigos.

Siempre tuve la sensación de que necesitaba decir o decirme algo, y que, por alguna razón que sólo él sabía, prefería callar. Solía observarlo hablando con mi madre al caer la tarde, cuando ella llevaba su pava y su mate al patio grande para descansar y tomar un poco de aire. Y, al bajar al silencio absoluto las charlas, se quedaba mirándola como quien sufre en carne viva algún desgarro.

Mi madre le alquilaba una pequeña pieza en la pensión de la avenida Caseros 1750, en Barracas. Era bastante solitario y, por lo general, vestía de negro. A veces, me parecía descubrir su rostro en cada una de las telenovelas que mi tía veía cuando nos cocinaba. Surgía como esos galanes en blanco y negro, esbeltos, peinados hacia atrás y elegantes como nadie. Era bastante educado y silencioso. Misterioso, más bien diría. De unos treinta y pico de años; cuarenta, tal vez. Nunca supe a qué se dedicaba o quién era en realidad. Uno veía pasar inquilinos todo el tiempo y se acostumbraba a que desaparecieran de la noche a la mañana. Siempre me llamó la atención el tono triste de sus ojos, y la debilidad que demostraba con los niños.

El único instante en que su mirada brillaba y su semblante le alegraba el resto del día era cuando se inclinaba ante algún pequeño para acariciarle las mejillas y sonreírle hasta que este le devolvía la sonrisa y jugaba con él. Estoy convencido de que tenía un don en ese sentido. Lo digo porque más de una vez he visto bebés que dejaban de llorar apenas se les acercaba. Los conquistaba con sólo mirarlos. Puedo asegurar que tenía ese poder sobre los niños.

En un principio pensé que era una artimaña para acostarse con sus madres o las niñeras que cuidaban de ellos en plazas y parques, puesto que, algunas de ellas, las vi personalmente salir de su propia habitación en mudas madrugadas. Pero no; él amaba a los niños. Lo supe después de seguirlo infinidades de veces.

En varias ocasiones husmeé su cuarto entrando con el duplicado de la llave que mi madre —junto a las otras llaves del resto de los inquilinos— colgaba en un tablero escondido en su armario. Pero jamás encontré algo especial que me llevara a pensar nada extraño de su persona. Ni un portarretratos del pasado, documentos falsos o algún detalle que me permitiera descubrirlo. Como sí, en cambio, encontré tantas veces en otros inquilinos que llegaron a la pensión huyendo de otras vidas. Cierta vez, hasta desenmascaré a un ladrón fugado de la cárcel de Devoto.

Pero este inquilino no parecía peligroso como otros. Yo diría que, en realidad, hasta era un buen tipo. Por lo menos, en la apariencia y el sentido común, lo era. Perfil que, a decir verdad, me tranquilizaba en cierto modo y nos permitía a mi madre y a mí, dormirnos tranquilos por las noches.

Lo que conspiraba en su contra era el misterio que me provocaba su actuar cotidiano. Y eso, muchas noches, hasta me quitaba el apetito.

Su nombre era Humberto López Ulloa. Al menos, eso decía en el documento nacional de identidad que le presentó a mi tía al momento de registrarse en la pensión. Fue todo lo que pude averiguar de él en meses de vigilancia, persecuciones y estudio. Nada supe de su vida pasada; sólo el amor por los niños y que algunas veces volvía de la calle a la pensión con borracheras que le mareaban el piso y le hacían perder el equilibrio. Por lo general, regresaba en ese estado los domingos antes del anochecer. Era el día en que yo no podía seguir sus pasos porque acompañaba a mi madre al cementerio para visitar y dejarle flores a mi padre. Después, la invitaba a almorzar a una cantina de La Boca donde solía llevarla él y, luego, a tomar un helado y recorrer la feria en la plaza que aún sentía como propia, la plaza Dorrego, en San Telmo, aunque más no sea para que escuchara el bullicio de la gente, sintiera los olores de otros tiempos, el tango que tanto amaba. Disfrutaba pasear con ella del brazo. Era nuestro día.

Siempre sentí la necesidad de servirle a la ley, como mi padre. Pero no por el hecho de que él haya sido un brillante teniente de policía, porque, en realidad, no tengo recuerdos suyos de ningún tipo. Murió antes de que yo cumpliera dos años de vida.

Lo digo porque siempre fui muy observador. Desde niño me obligaba a que en mi mente no hubiese misterios. Necesitaba que todo tuviese una respuesta, una solución. Por ahí empezó mi camino como investigador.

En mi obsesión por resolverlo todo nació mi verdadera vocación de servicio. Nunca dejé un caso sin una explicación convincente. Eso me llevó a gozar de una carrera brillante y plagada de honores. Aunque bien atascado viva ese recuerdo en la pensión de mi madre, cuando sólo era un adolescente y donde Humberto López Ulloa; fue el único misterio que no supe develar.

Siempre me pregunté por ese hombre que vivió en el hospedaje de mi madre durante casi cinco años y un día desapareció sin dejar rastro alguno. Como desaparecen las nubes negras después de las tormentas, él huyó. Su recuerdo permaneció en mi mente durante mucho tiempo después de que se fugara con su vida de silencios y misterios. Algo de él vivió en mí desde entonces. No sé por qué razón. Nunca entendí la conexión oculta que me unió a ese inquilino. “Vaya a saber uno en qué lugares del mundo repartió sus desechos”, pensé infinidad de veces.

Era un trámite de rutina, como tantos otros. El cuerpo sin vida de un hombre fue encontrado en la esquina de la plaza Dorrego. Llevamos el cadáver a la morgue para identificarlo y establecer la causa de la muerte. Cuando el papeleo llegó a mis manos para leer el informe completo del occiso, ese nombre me sacudió el pecho como si hubiese leído el apelativo de un familiar o el de algún amigo personal. Humberto López Ulloa volvió a invadir mi vida tan sorpresivamente como en la pensión de mi madre, cuando era un adolescente. Se había convertido en un vagabundo reconocido de San Telmo, razón por la cual, no pude identificarlo a primera vista. Su rostro no tenía la menor similitud con el que había conocido de joven.

Mugriento y abandonado, nadie se parece a nadie.

No podía creer lo que leía en el informe. Ese hombre —desde el instante que lo conocí— había vivido como un fantasma dentro de mí y, ahora, al menos, debía saber quién era. Y así lo hice.

Al hablar con testigos, todos se familiarizaban con él de algún modo en ese barrio porteño. Y, al encontrar tantos testimonios disímiles sobre su vida, debí investigar a cada uno. De ese modo, accedí a los pormenores de su vida. Aunque los resultados de dicha exploración causaran en mí la grieta y el temblor más agrio de mi existencia.

Humberto López Ulloa había sido un acomodado comerciante de la zona proveniente de una familia de clase media alta. Sus negocios crecían a un ritmo vertiginoso convirtiéndose en una persona respetada y admirada por la gente y sus pares. Era —según los testimonios recopilados— un tipo generoso y amable. Su vida colmada de bendiciones tuvo un punto de quiebre el día de su casamiento cuando, al salir de la fiesta de su boda, protagonizó un accidente en la esquina de la calle Defensa y Humberto I, el mismo lugar donde encontramos su cuerpo vagabundo. Aparentemente, su estado de ebriedad no le permitió controlar el vehículo en el que se conducía y se estrelló contra un paredón. En el accidente falleció su prometida, María Victoria Escalante Cervila, de veintiséis años de edad y proveniente de otra familia de renombre. López Ulloa estuvo inconsciente durante unos meses y, al restablecer sus capacidades, fue puesto al tanto de las lamentables consecuencias del accidente. Su mujer y el hijo que llevaba en su vientre —del cual López Ulloa ignoraba su existencia— habían muerto por el impacto. En el incidente falleció también, envestido por Ulloa, un transeúnte; y la mujer que lo acompañaba sufrió serias lesiones.

“¡Dios!” Enmudecí por un instante. Me aferré a la silla y respiré profundo al recordar que mi padre había perdido la vida en la misma esquina. Y mi madre, la vista.

Jamás olvidaré cómo el corazón se me anudó de mil formas diferentes cuando entrelacé el año, el día y la hora del atropello.

Malditos, malditos destinos encontrados.

Me embriagué en la soledad de un bar después de entenderlo todo.

La vida que le siguió después fue arrastrar la cadena mortuoria de las pérdidas y el lamento. Y si bien no estuve presente en el accidente en sí, crecí maldiciendo ese instante y al bastardo que condenó a mi madre a la oscuridad y que le quitó la vida a mi padre. Porque de un modo directo, indirecto o como diablos fuera también yo fui una víctima en la misma noche.

Humberto López Ulloa será un recuerdo maldito para el resto de mis días. No obstante, presumo que vivió ese tiempo en la pensión de mi madre deseando pedir perdón y, así, intentar suavizar el resto de su vida en la calma del tormento redimido. Pero, por alguna razón, no pudo hacerlo. Igual, nada me alcanza para exonerarlo. Ver a mi madre en tinieblas desde que tengo uso de los recuerdos es suficiente razón para negarle misericordia.

Entiendo muy bien que no tuvo paz después de la desgracia. Y, aunque me cueste aceptarlo, eso compensa de algún modo las aflicciones. Estoy convencido —por verme sujeto al mismo perdón— de que al final y por la razón que sea —por estupidez, por carácter o negación, por derrota o convencimiento— es una elección de uno mismo pasar por esta vida yendo y viniendo con los muertos pegados al alma.

Ahora, al igual que Humberto López Ulloa, también lo sé.

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