Los inmortales


Habían crecido en tiempos donde los árboles florecían después de haber pasado décadas sin ver sus propios frutos, cuando las tormentas impiadosas duraban años y la luz del sol se perdía en lo más profundo sin ser esa bendición que todos reclaman. Tiempos de angustia donde la violencia enturbiaba el aire y los árboles desaparecían o se ocultaban sin sentir más vida que el temblor en las noches. Perdiendo libertad y bonanza desangraban esos tiempos. Momentos que no tenían una explicación justa reinaban en la huerta sin la menor misericordia.

Todo era oscuridad, gritos lejanos; miedo.

Esos inmortales, corporizados de un áspero esmeralda, eran los organismos superiores a todo. Imponiendo su yugo mortífero, sometiendo el huerto y saqueando el fruto de los árboles, reinaron durante años.

Esos tiempos violentos quedarán en la memoria de millones de árboles como la más tortuosa de su existencia.

Sin quererlos recordar, aún los recuerdan.

Pero un día las turbulencias cedieron. Las noches dejaron de temblar a oscuras. Los días que los árboles esperaban por fin tomaron forma, ilusión. Las tormentas cedieron a la calma después de rojos atardeceres. Esos inmortales de áspero aceitunado, vencidos, entregaron la huerta. La luz del sol se dejaba admirar a lo lejos y el miedo, la violencia, negociaron con la esperanza.

Apenas sonreían cuando esas estaciones nuevas dominaban el aire. Los árboles reían, trabajaban, florecían. Sí, florecían. Los frutos empezaron a brotar y todo parecía desembocar en el paño más fértil de una huerta que prometía ser el sostén de todos los árboles.

Pero los inmortales son eso: inmortales.

Mutando sus formas, sus maléficas palabras, sus ojos y sonrisas entrenadas, regresan fortalecidos por la inocente ilusión de todo el valle. Infiltrándose en la huerta con nuevas tonalidades y designios, se multiplican. A veces, irreconocibles, hechizan miles y miles de árboles despojándoles los frutos que estos entregan conformes al hechizo. Una y otra vez, las ofrendas de los inmortales seducen e inundan el huerto y los árboles vuelven a ceder, traicionados.

Tenaces, cazadores, todavía se arraigan cada día en el vergel.

Los tiempos pasan y los inmortales sólo cambian de reyes. La casa del huerto, el granero, otra vez, les pertenece desde hace años. Todo se repite sistemáticamente como un maldito capricho del destino.

Hoy, nuevamente cercados por lenguas doradas, los árboles caen, se rinden ante una reina que bien sabe dominar las herejías con oratorias virulentas. Con infeliz doctrina dispuso las órdenes para dividir el huerto y, ahora, un ejército de árboles adora su corona.

La otra mitad esparce su hartazgo. Pero el reino continúa bajo su yugo, sus sentencias y designios.

Nuevos tiempos se aproximan.

El huerto respira otra vez múltiples aires. La ilusión vuelve a pegarse sobre la misma piel. Los árboles nuevos bien saben que la miseria también puede gozar de buen perfume. Entienden que hasta el mejor jardín suele sonreír con flores de cartón.

Pero nunca es suficiente.

Del otro lado, nuevos árboles también nacen entre flores. Pero ahora son irremediablemente adictos a los sobrantes que concede la opulencia de sus reyes. Siguen dando frutos, aunque todavía no entiendan muy bien, cuántas veces deben repetir el juramento y qué parte del huerto les pertenece.

Comentarios

VISITAS

Entradas populares