Barquito de papel

Las calles de mi barrio eran de tierra. Lo recuerdo bien. La lluvia dejaba pequeños canales de agua que corrían serpenteando los costados de las veredas. Prisioneros, los observábamos desde la ventana mientras llovía y, convencidos de que era algo similar a la octava maravilla, salíamos a invadirlos con barquitos de papel ni bien el arco iris anunciaba el fin del aguacero. Imaginar que eran mares abiertos por donde conquistaríamos nuevos mundos era la fantasía primera. El universo que montábamos ni bien el primer trueno nos anunciaba su llegada no tenía comparación por esos días. Hechizados como siempre que llovía, nos juntábamos en la casa de algún amigo donde la lluvia había dejado una geografía más generosa para explorar y convertirnos de ese modo en bucaneros de mil aventuras. Así empezaban los juegos después de la lluvia.

Cuando los mares se escapaban para no volver, armábamos hornitos, montañas interminables con la arena húmeda que la lluvia dejaba. Pero dentro de cada uno eran enormes castillos, cumbres invencibles que custodiaban temerarios soldaditos de plástico de distintos colores y tamaños, posicionados, prestos para luchar. Construíamos ejércitos multicolores para conquistar territorios de otros horizontes donde la lluvia había erosionado con otras formas. Así atrapábamos el tiempo, así la niñez se estancaba como el agua de lluvia en los charcos de las calles.

¡Qué hermosos eran esos días! Podíamos pasar horas jugando con la arena mojada organizando cuanto juego se nos ocurría. Las tardes eran la fuente que nos proveía de esa niñez intocable. Nos abrigaba, no consentía.

Los aromas de la vida no encuentran fortuna más pura que se compare con aquella inocencia. La nostalgia es tan fiel cuando la vida sólo ha transcurrido entre sonrisas, que el recuerdo hasta parece que llora.

Cuando el sol, poco a poco, comenzaba a soltarle la mano a la tarde, mi abuela sacaba el pan caliente del horno de barro, “pulmón incuestionable de mi fortaleza de niño”. El tazón de loza humeaba el mate cocido con té de burro cuando la nona nos acercaba las palomitas de pan casero que amasaba para malcriarnos; calientes, crocantes. El primer sorbo nos quemaba hasta la coronilla, pero allá íbamos, con la urgencia en los talones a la mesa del comedor a ver cómo El Zorro, por enésima vez, le dibujaba la zeta con el filo de su espada a la panza del sargento García. Después, en un continuado que no tenía fin, Tom y Jerry, el Correcaminos o el Gallo Claudio hacían de esas tardes interminables fuentes de risas. Era tan común que nos llevaran de las orejas a bañarnos por resistirnos a soltar esos relámpagos mágicos de felicidad natural, esos mundos imaginarios de rodillas raspadas.

¡Dios! Cuánta razón teníamos en llorar para no crecer. Jugar para resistir.

Afuera paró de llover. Supongo que el padre del nene tiene mi edad. Lo digo sólo por un cálculo a simple vista. Hace una hora que recorre con su hijo la amplitud y la diversidad de ofertas del comercio donde trabajo. Al mirarlo, me pregunto: ¿Será que este tipo nunca tuvo una tarde de lluvia en su infancia? Cómo me gustaría conversar con ese pequeño que lleva de la mano, enseñarle a armar un barquito con algún diario viejo, invitarlo a treparlo juntos. Construir una fortaleza de arena donde los soldaditos de plástico toman vida. Donde son los héroes de la tarde cruzando montañas invencibles. Donde el agua de lluvia son mares infectados de piratas dispuestos a conquistarlo todo. Juro que lo haría tan sólo si me dejara llevarlo bajo el arco iris, con una simple hoja de papel.

Pero no, su padre y él jamás sabrán lo que digo, pensarían que soy un loco, un delirante. No los convencería un inocente barquito de papel. A los dos les brillaron los ojos de entusiasmo cuando Alejandro, el nuevo vendedor, les entregó en manos propias, la caja con su nueva PlayStation 4.

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