El partido



“No debe existir en el mundo una esclavitud tan doliente como los abusos que justificamos. Aceptar los errores cometidos para no volverlos a reproducir es un deber básico e inexpugnable de las nuevas generaciones.”


La marcha estaba convocada para las 11 AM. A las 9.45 llegué a su casa. Una vez sentado a su lado calló ante cada una de mis inquietudes, algo extraño en él ya que siempre tenía una respuesta preparada para todo. Equivocada o no, pero preparada al fin. Supuse, en un principio, que callaba porque le recordaban las irritaciones de mi madre. Pero no. Esa mañana, su silencio inusual encerraba las cenizas de toda una vida.

Jamás pensé que lo vería así. La sorpresa no fue menor al observar su rostro. Parecía un extraño conocido. Había rapado su barba. Al ras. Labor que le restó identificación, carácter a su largo rostro de prócer cansado. Después de tantos años de controversias y polémicas, por fin, algo empezaba a cambiar en él. De una manera pausada primero, claro. Pero terminante después. Su mirada estaba deshecha, su alma había perdido su último consuelo. Él también lo sabía y ya nada lo reanimaría otra vez. El silencio hamacándose en la soledad de su mecedora del patio, era demasiado argumento para revertir.

Cuando era un niño solía quedarme observándolo colgado en el tiempo, pensando si ya habría tenido ese aspecto de ilustre de billete de dos pesos en el vientre de la abuela. “Es un tipo inteligente tu padre”, me repetían a menudo en las reuniones partidarias donde él me llevaba con el sueño de que en el futuro fuese un diputado, o un miembro distinguido de la Honorable Cámara de Senadores de la Nación. Hoy, diría más bien que era un hombre tercamente memorioso. Capacidad que envidiaban amigos y extraños del comité. Conocía como nadie la historia del partido, la vida de su fundador, el porqué de los principios básicos, los motivos de lucha, el lugar exacto del primer grito. El exilio. El regreso. El epílogo. Dominaba absolutamente todo con prodigiosa referencia.

Si tan sólo al partido le hubiese interesado. Si tan sólo alguno de los referentes hubiera abandonado, por un segundo, uno solo de sus miserables propósitos para escucharlo alguna vez… Aunque más no sea para palmearle el hombro y apagarle con la herida exacta de la ingratitud, el brillo esperanzador de sus ojos.

Si tan sólo así hubiese sucedido. Pero no, todo está tan perfectamente planeado.

Siempre creyó en la utopía de la igualdad (a modo de ordenanza, según el germen fundacional del movimiento) como si fuese una fórmula matemática capaz de multiplicar peces y panes a quien la aplicara. Había crecido dentro de ese molde hermético, encerrado por cada discurso de venas hinchadas en las voces embravecidas de los regentes partidarios, que resaltaban en cada arenga, los ideales de cuna; oro del partido. Así, en la búsqueda de su Quijote a medida, fue moldeando sus ídolos para adoptar. Y como si el tiempo fuese el absoluto culpable de la elección, se le fue la juventud primero y la vida después, defendiendo con los ojos cerrados y el equilibrio nulo, el retiro millonario de los igualitarios.

“Los ideales del partido son la masa con la que se hace el pan”, repetía desde que tengo uso de razón. Y mi madre callaba con los ojos cristalinos y la contestación muriendo estrangulada en su garganta, mientras cocía nuevamente el agujero rebelde de mi guardapolvo escolar.

Cada vez que tropiezo con esas épocas de insoportable pobreza, me convenzo, como un niño escuchando un cuento, de que no existe en la historia visible del hombre una trampa más osada y ejecutada en el tiempo que los ideales partidarios.

Estoy convencido de que mi padre, de verdad, pensaba que el espejo en el que se reflejaba cada mañana le concedía la identidad que sus partidarios venían prometiéndole desde hacía casi un siglo, renovando la moratoria en cada elección. Y salía como samurai en desventaja, con los puños ceñidos y evaporándosele la sangre para exigirle al patrón que aplicara de manera inexorable la fórmula matemática para la multiplicación inmediata de los peces y los panes.

Realmente pienso que anhelaba el día en que las lenguas doradas de su partido redistribuirían con él, y el resto de los fieles, el esfuerzo y el progreso de los otros. Tanta era la esperanza de su ceguera partidaria, que tildaba de “enemigo categórico” a todo aquel que retrasara por cualquier motivo la llegada celestial de ese día justiciero. Escudando por fanatismo y honor a la causa, hasta los jardineros acaudalados que dejaban a su paso los Mesías democráticos de turno.

Cierta vez le pregunté:

—¡Pero, padre, escúcheme un segundo! Si usted va a un doctor durante décadas, y ese doctor jamás estuvo siquiera cerca de curar su enfermedad, y, por el contrario, está cada vez más desmejorado, ¿por qué insiste tanto en continuar pagándole al mismo médico con lo que le resta de vida?

Mi padre me observó como si le hubiese atravesado una lanza en el lugar más vulnerable. Sus ojos miraron los míos como esos perros que bajan el hocico sabiendo que destrozaron la ojota.

—Nunca lo entenderías, hijo —me contestó con el sabor incuestionable de la derrota trepándosele a la voz. Sabiendo sobremanera que en esas palabras innecesarias estaba la respuesta prescrita de toda su generación.

Su vida transcurrió del trabajo a casa y de casa, al partido. Desde que tengo uso de los recuerdos, fue así. Un tipo leal, de palabra. Criado para respetar al otro, de poca educación escolar, pero suficiente para ser un hombre de bien y vivir del trabajo que producían sus manos. Inmejorable partido para los ideales partidarios. Una tuerca para enroscar perfectamente en su bulón.

Pero en estos últimos tiempos lo veía vencido. Había dejado una vida al servicio de ideales exhortados por mandatarios amados, reverenciados, que, al final del camino, jamás tuvieron siquiera la delicadeza de disfrazar sus verdaderas obscenidades. Ya no quería hablar del partido. Al final, las palabras santas del general, que tanto refrendaba, fueron sus carceleras: “La única verdad es la realidad”. Y eso le devoró la última vida. Hasta su caminar regio había menguado. Se sentaba en el patio con su mecedora y su periódico en las rodillas, mientras yo, desde la ventana, observaba cómo su mirada gastaba la pared del fondo. Casi inmóvil, como un soldado arrepentido de dar la vida por una batalla estéril. Pero ni bien sentía mi presencia, levantaba el diario simulando su lectura, volviendo, así, a su vida votada. La cual ya no lo soltaría por más perdón que destellara el silencio de sus ojos patrios.

¿Cómo un hombre podría aceptar el fracaso de una vida que él mismo eligió con fundamentos y garantías?

Su única derrota fue creer en ideales ajenos cimentados por soñadores y maniobrados por oportunistas indecorosos. Su lealtad nunca fue derrotada. Su honradez jamás se ensució. Sus valores de hombre de bien siguen intactos. Nunca pudieron vencerlo, simplemente, porque jamás pudieron mancillar su buen nombre y honor. Algo inexplorado en las cúpulas partidarias.

La violenta corrupción de su sexagenario partido en sus innumerables metamorfosis, terminó por desmoronar de manera irreversible sus esperanzas idealistas. Sé que jamás me lo dirá con sus palabras. Sólo se quedará mirándome como el perro que destrozó la ojota. Pero los dos sabemos que, al igual que el perro, es demasiada prueba la culpa irrefutable de sus ojos caídos.

Su romance con el Quijote teórico murió cuando, por última vez, depositó su esperanza de lucha, su última vida, en una arriesgada y nueva moratoria que muy astutamente ofrecía un binomio sureño, nuevos representantes elegidos a dedo por su partido.

Mal que me pese haberlo visto, ahí estaba de nuevo, más enfermizo que nunca, con el pecho hinchado y otra vez con el equilibrio nulo, dando su vida por el nuevo modelo.

Esta vez dispusieron del soldado para militar hasta con hostilidades, como en los tiempos primarios del partido. Pero a Dios gracias, dentro de la democracia más tranquilizadora. Retroceder para avanzar. Vaya necedad que argumentan las revoluciones infecundas. Escuchar a mi padre repetir vocablos y despectivos de aquellos años fue demasiado para mí. Pero ahí estaba otra vez, con su espíritu de samurai sublevado y su nueva ceguera saturada de vitaminas. Perturbación que le costó el matrimonio con mi madre después de una vida de acompañarse juntos. Lógicamente, ella, agotada y opuesta no tan sólo a sus ideales saqueados, sino a un perdurable y no menos testarudo reclutamiento indocto.

Sólo el orgullo lo mantuvo entero hasta el fin de las tres presidencias. En parte, para no bajarle la mirada al pensamiento opuesto de mi madre; y el mío, supongo. En parte, porque estoy convencido de que muy dentro de su alma y de su ser soñaba; empujaba el anhelo para que su partido, por fin, le diera el argumento necesario para dibujar una sonrisa bien socarrona al veterano sufrimiento de su rostro, y así, podérsela exhibir a quienes batallábamos contra su postura en bancarrota. En fin, sólo su propio partido pudo hacer lo que nosotros, no. Otro disfraz frente al mismo espejo. No hizo falta más que tiempo para que aniquilaran su resistencia, sus argumentos. Ni las ilustraciones, los aciertos y seguridades de otros tiempos pudieron con la obscenidad de las verdaderas intenciones desparramando evidencias pornográficas en la justicia.

Así había pasado la última década idealista de su vida.

Ese miércoles 13 de abril a las 11 AM era la marcha de apoyo a la ex presidenta. Citada por la justicia para explicar uno de sus crímenes de responsabilidad. Entró pasadas las 10 de la mañana a tribunales y una enorme masa de creyentes, como él, se agolpaba ofreciendo su resistencia y apoyo.

Mi padre quiso ir ese día a entregarle el suyo.

Fui a buscarlo temprano en la mañana. Me había pedido que lo acompañara y por más que yo jamás sería la prolongación de su pensamiento, siempre iba a ser mi padre; y yo, su hijo.

Estaba frente al televisor cuando entré a buscarlo. En un noticiero, escuchaba los cánticos de apoyo y veía toda la parafernalia organizada para la ocasión. Observaba los amontonamientos y disturbios ocasionados en la organización del acto. Enajenado con las imágenes desestimó mi presencia.

—Padre, ¿está seguro de que quiere volver a esto? —le dije realmente entristecido. Y continué—: ¿De verdad necesita volver a lo mismo?

Mi padre no volteó el rostro para enfrentarme. Su silencio enmudeció la casa. Sus ojos abatidos eran los ojos del soldado herido tirado a un costado del campo de batalla. Su mirada no se despegaba del televisor. Estaba inmóvil. Como cuando uno se paraliza observando lo definitivo.

—Siéntate aquí…—ordenó, sin quitarle la vista al televisor, señalando el sillón al lado de su mecedora. Como si todo lo hubiese premeditado—. Ya no soportaba la barba —se adelantó antes de que yo preguntara el motivo.

Continuamos observando el noticiero en silencio irremediable, uno al lado del otro, como respetando un duelo. El aire sabía a esos velorios donde el muerto ya no tenía opción. Su mecedora apenas movía su vaivén. Le ofrecí un café. No quiso. Sus ojos no pestañaban. La incomodidad se reflejaba en mis posturas. El silencio continuaba colgándose a las agujas del reloj. Por fin la ex presidenta salía de tribunales y encaraba el altar ofrecido. Los feligreses reforzaron los cánticos ásperos. El silencio parecía gritar. La ex mandataria arrancó su prédica agradeciendo por la bienvenida y el amor. Mi padre la observaba con la respiración amansada. Yo no me exponía a movimiento alguno. A medida que el discurso encrespaba su erizo en las palabras versadas de su mentora, mi padre hacía olas con los dedos de su mano derecha, una y otra vez sobre el posamanos de la mecedora, mientras con la mano izquierda, sostenía su cabeza inclinada levemente hacia ese costado.

“Cuando los dirigentes no respondan, tomen la bandera y marchen adelante; acá no hay salvadores ni Mesías”, continuaba la proclama y a mi padre pareció quebrársele una parte del alma. Su respiración ganaba volumen mientras el brillo de sus ojos se volvía acuoso. Los dedos de su mano derecha frenaron las olas y su respiración se desinfló. “Lo que tenemos que recuperar es la libertad de poder expresarnos sin censura”, continuaba el discurso contradictorio de la ex mandataria cuando mi padre le apuntó con el control remoto sabiendo que, si callaba su voz, jamás volvería a escuchar y creer en lo que le restaba de vida. Otra lengua de oro con la moratoria reluciendo en saludos y sonrisas.

“No necesito fueros. Tengo los fueros que me dio el pueblo”, dijo en los segundos que siguieron y el “clic” del control remoto apagó décadas de justificaciones por nada. El televisor terminó a oscuras como un teatro al cerrarse el telón, después del último acto de una tragedia premeditada.

—Tengo en la memoria, almacenados como frascos en estanterías, cientos… cientos de estos mismos discursos, hijo. Podría recitártelos por día, año, nombre y apellido. Creí en ellos… sí, creí en ellos. En todos —dijo de repente con su mirada pegada al televisor a oscuras, mientras su tono de voz pretendía serenar el desconsuelo—. Sólo le reprocho a esta vida mía haberlos aceptado como propios y dedicarles tantos momentos de lucha para dejarte tan miserable herencia. —Y remató—: La única recompensa que siento a la fidelidad ciega por los ideales de mi partido es el desamparo brutal de este momento. Sé que no compartes mi pensamiento, pero nunca olvides, mientras tengas esa facultad, las palabras que yo mismo repetí una vida: “La única verdad es la realidad”. Con eso, supongo, basta. Sólo deseo que seas un hombre de bien y que tus logros sean el resultado de la verdad de tus propios medios. Recuerda siempre que sólo la virtud de la honradez es la única capaz de brindarte la paz que necesitas por las noches.

Después de largos segundos en silencio y como si acarreara el ultrajo de todos esos ideales en la espalda, se levantó de su mecedora pausado, casi sin ganas; y, antes de irse a su habitación, me dijo con el corazón vencido:

—Antes que vuelvas a tu casa, pasa por el puesto de Oscar y dile que ya no necesitaré el diario en las mañanas.

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