¿Cambiar el mundo?

Si el cerebro del ser humano desde el principio de los tiempos evolucionó de manera homogénea o idéntica en todas sus partes, ¿por qué el hombre ofrece sólo el resultado de los campos menos significativos?

Excedidos en nuestra capacidad de asombro, por ejemplo, recibimos una videollamada desde París e interactuamos con esa persona apostada junto a la mismísima torre Eiffel, en tiempo real, desde la pantalla táctil de nuestro teléfono de bolsillo. Preparamos nutrientes en almuerzos, meriendas y cenas dentro de una caja de microondas que devuelve nuestros alimentos humeando en cuestión de minutos. Viajamos por los cielos cruzando océanos a velocidades que superan los 1.200 km p/h. Hasta fuimos capaces de adaptar especies vegetales, como el maíz, para que aflore en la atmósfera adversa de Marte, realizando, al mismo tiempo, el adiestramiento de hombres y mujeres para sobrevivir en ese planeta desconocido. ¿No parece una locura? Sin embargo es real.

Pero existe una parte del mismo cerebro que se niega a extirparle la pobreza a África, a la India o a nuestra América Latina. Entre otras desgracias.

¿Por qué el hombre puede desarrollar tan extraordinariamente un área y anular tan brutalmente otra si el cerebro evolucionó de igual manera en todas sus ramificaciones? ¿Esa evolución no debería beneficiarnos a todos por igual?

En la música, la pintura, la literatura, el teatro, el hombre fue capaz de extender y crecer oxigenando desde el principio de los tiempos la maravilla de estas artes. Pudo mudarse desde el caballo a los veloces automóviles. Desde los senderos intransitables a las monstruosas autopistas. Tuvo la habilidad para transformar su hábitat desde las cavernas de la Edad de Piedra hasta las enormes viviendas en distintos niveles y ambientes, mansiones o los gigantescos rascacielos de hoy.

¿Entonces por qué jamás pudo siquiera direccionar su equilibrio intelectual para solucionar o erradicar de una vez las ingratas desigualdades que padecen millones de hermanos de la misma raza?

Simplemente porque esa no es el pretensión. No es el plan. Somos los actuales cautivos de un nuevo imperio global. Todavía representamos las provincias romanas pagando impuestos desde que nacemos hasta que morimos. Con pan y circo restaurado para la ocasión por la tecnología guiada, que adaptó para estos tiempos, el coliseo de los sanguinarios gladiadores dentro de una pantalla de televisión satelital de cincuenta pulgadas, donde allí dentro, el más variado y espectacular circo romano funciona veinticuatro horas al día ininterrumpidamente durante trescientos sesenta y cinco días al año. Un descomunal anzuelo del viejo imperio, hoy, al alcance del mundo entero en diferentes créditos.

“Somos el número” que cierra perfectamente en el nuevo feudo financiero de unos pocos para aumentar en billones el negocio repudiable de la desigualdad. La salud. La energía. Los avances científicos del corazón... entre otros. Los tiempos sólo cambiaron en los dígitos. El pasado en realidad nunca se fue. Seguimos siendo el mismo pueblo de la Edad Media al que, aún hoy, continúan llevándole las cosechas para engrosar el egoísmo explotador de los nobles del castillo.

Todo es un doble discurso tan aberrante, como la incoherencia ridícula de hacer la guerra para encontrar la paz. ¿¡Puede existir un mensaje más insensato e irrisorio que esa incongruencia!? ¿Alguna vez nos pusimos a pensar con real conciencia quiénes son en verdad los nuevos terroristas de hoy? Pero allí vamos, dirigidos para aceptarlo y defenderlo como se guían las masas a escudar un discurso irracional. Aun sabiendo que coexistimos en un mundo que genera esas guerras que perfeccionan armas para perpetuar el negocio más perverso y lucrativo que existe por estos tiempos.

La única guerra digna de ganar es el saqueo más antiguo en la historia del hombre. La que se originó el día que la sal dejó de ser la moneda de cambio y pasó al metal. Del metal, al papel. Del papel, al banco. Del banco, a la deuda, Y allí mismo es donde estamos desde hace siglos. Desnudos y sin nada intentando ganarle una batalla a la brutalidad de un gladiador en la arena del coliseo romano.

¿Cómo cambiar el mundo si somos funcionales dentro de un siniestro engranaje que lo único que genera es división y pobreza de distintas calidades?

El sufrimiento de millones de seres hermanos no ataja en absoluto a un linaje que se alimenta amputando las necesidades urgentes de la razón, adorando la avaricia, la ambición, el poder en todos sus niveles. Y estamos adormecidos ante esa maquinación irrefrenable de los nuevos biocidas.

El género humano, hoy, es un adolescente violento y mezquino que manipula el mundo como si fuese una empresa familiar, de la cual, ya posee el cincuenta y cinco por ciento de las acciones. Y necesita apoderarse del resto... El final.

Hasta el día que exista un solo niño en este mundo con sus derechos mancillados como resultado del negocio macabro de explotar la desigualdad, el hombre será un huérfano exclusivo dentro de un planeta. Mientras tanto, seguirá multiplicando la generosidad de sus riquezas a merced de la única raza conocida, empecinada en devastar el verdadero ecosistema del paraíso.

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