El engaño de Lea

—Existía una razón para que ella pensara como lo hacía, es verdad. Pero era un raciocinio en el que sólo ella vivía. Como en esos sueños donde todo parece real y uno circula de una escena ridícula a otra redescubriendo personajes fugados de la mente. Como sea… ella habitaba ese pensamiento. Ese mundo era suyo por completo. Y supongo que, cuando uno se encierra con un recelo en una cápsula tan hermética, persigue un veredicto dirigido y respira la ingratitud, crea y multiplica las probabilidades. Entonces acondiciona en la memoria lugares, momentos exactos. La noche donde pudo haber pasado, la cama donde tal vez se cometió el engaño, por ejemplo. Deduzco que todo se vuelve tan real, como en ese sueño repetido. Digo esto porque entendí que la mente temerosa es perversa al transformar situaciones ordinarias. Las vuelve peligrosas. Eso creo, sí... De repente uno mira a alguien, saluda por educación, por civilización o por lo que fuera para mostrarse amable, atento… Pero ese pequeño acto de cordialidad enciende una maquinaria maliciosa que le hierve la sangre. Su imaginación le crea un espacio paralelo en el que prefiere desembarcar. Esas voces siempre están allí para destronar la confianza y argumentar el revés de las inseguridades, las miradas, las atenciones. Malinterpreta el rumbo, le transforma el sentido. Violenta esos entornos habituales para enfrentarlos a ciegas con la porfía, los insultos y el odio... Sí, en ese instante brota el odio. Parece hasta irracional decir algo así teniendo en cuenta que se trata de un delirio ingenuo, pero en esos segundos, exuda puro odio. Los ojos no mienten, doctor —Dexter enmudeció de repente. Parecía como si el recuerdo le doliera. Sin embargo, ingresó aire a sus pulmones, entrelazó los dedos de sus manos y continuó—: Presumo que resulta difícil o, a juzgar por los hechos, tal vez imposible quitar de la mente una deslealtad que el mismísimo amor, de una manera tóxica, dejó avanzar. Intento decir que, si la mente lo puso de ese modo, el amor actúa como un cómplice necesario porque, de un modo u otro, ayuda a fabricar el celo. O, ¿por qué surgen los celos si no es porque se quiere demasiado a una persona cayendo así en el miedo a perderla? El amor, culpable. Por más que la situación, junto a los motivos, jamás existieran y fuese la mente la que fabricara el engaño. Comparte la culpa, claro. Por lo tanto, existe una plena correspondencia con la consecuencia. —Dexter volvió al silencio durante unos segundos y sentenció—: Eso es lo que pienso, doctor.

—Buen punto de vista… —dijo el analista aceptando la respuesta. Y extendió la consulta—.Ahora, según tu parecer, ¿cómo debe enfrentarse una situación donde la infidelidad no existe, pero la mente, junto al amor, como bien dices, la fabricaron? ¿Cómo resolverías ese dilema? ¿Cómo disiparías esas dudas?

Dexter, en silencio, miraba el techo del consultorio, inmóvil de los pies a la cabeza. Después de unos segundos, dijo:

—Debo aceptar que se trata de una situación bastante compleja puesto que no existe infidelidad alguna sino en la mente de ella. Un comportamiento que imagina culposo, quizá, funciona como disparador. Nunca se sabe. Entonces no puedo aceptar con facilidad una ofensa por nada, digamos, gratuitamente. Su mente continúa encapsulada, impenetrable y, allí dentro, esa maquinaria está revistiendo situaciones que antes ya imaginó; todas y cada una de ellas, por lo que le intoxican la cordura. La metamorfosis llega cuando la sonrisa perversa de la otra en cuestión, aparece mofándose de ella, humillándola. Justo allí explota su irritación, emana su odio que se manifiesta en gritos, en descréditos. Se plantea una situación extrema y dominante, aunque insólita; en especial, si los motivos se piensan a fondo, en detalle. Teniendo en cuenta lo dicho, supongo que mi reacción sería en ese mismo tono. Agraviado también por lo infundado de la inculpación, desearía salir de ese estado con una rabia acorde a lo expuesto. Y supongo también que la relación no terminaría bien porque no puede convencerse a una persona que ya tiene constituida, solidificada su sentencia.

—Entonces, eso pasó con Lea —dijo el analista mirando a Dexter por encima de sus lentes.

—Sí, eso pasó con Lea, doctor —confesó Dexter en un tono quebrado y, antes de que el analista interviniera, continuó—: Creo que un vínculo, por más fuerte que sea, se quiebra si la confianza se rompe. Eso pasó con Lea, doctor. En su mundo, ella no confía en mí. Nada le alcanza. Sus celos desarrollaron una visión distorsionada de la realidad y acentuaron un comportamiento de desgaste y obsesión. Es muy difícil continuar en ese contexto porque nada se disfruta como debería y, por el contrario, todo se cuestiona, se regaña, los insultos retornan y una y otra vez se vuelve al mismo tema. Y ya no encuentro una solución al problema. Días atrás fuimos a cenar a la casa de unos amigos y...

El analista interrumpió a su paciente.

—Las causas de la celotipia, Dexter, como dije al principio, pueden ser muy variadas. Las infidelidades sufridas por una persona generan un elevado sentimiento de inseguridad y una tendencia a creer que ocurrirá lo mismo con futuras parejas. Tal vez ese sea el caso de Lea, Dexter. ¿Lo has considerado?

—Sí —respondió Dexter con total seguridad. Y agregó—: Sé que atravesó una situación así. Extrema. Pero aseguró que nada tenía que ver con la relación que teníamos. Ya no sé qué pensar. Pero... ¿sabe qué es lo más triste, doctor?

El analista no contestó su pregunta por considerarla retórica. Se mantuvo en silencio mientras lo observaba por encima de sus lentes. No quería quitarlo de su embeleso sabiendo de sobra que Dexter se desahogaría igual. Y, como si el terapeuta hubiese respondido a su inquietud, Dexter continuó:

—Lo más triste son los recuerdos que ahora quedan retenidos como un portarretratos dentro de un mueble viejo. Revueltos, con polvo, guardados a medida que aparecen. Allí están las tazas de café, las copas de vino, las cosquillas que la hacían reír como a una niña alborotada, los abrazos memorizados buscándose de madrugada para continuar durmiendo como dos adolescentes con miedo, sus pies saliendo por el borde de la cama en las mañanas, el insoportable silbido del viento filtrándose por los burletes de la ventana, el mate de los domingos por la tarde en la cama, sus cabellos húmedos sobre mi pecho, sus manos, su piel blanca, su extraordinario corazón... Todo queda como dentro de un mueble que cierra sus puertas para no volver a abrirlas.

—Escuchando con atención lo que dijiste, ¿cuál sería entonces la conclusión que obtienes luego de nuestra conversación? —preguntó el profesional algo conmovido por la franqueza de su paciente.

—Que los celos enfermos son la injusticia del amor, doctor —contestó Dexter sin dudar.

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